EL AUTISTA


Recuerdo perfectamente el día de la boda del Príncipe Carlos y Diana.

Niños siéntense a ver esto, es un acontecimiento histórico que jamás olvidarán ―dijo mi padre cuando Luis y yo pasamos por delante. Yo no entendía qué tenía de excepcional que se casaran dos desconocidos para nosotros, por muy príncipe que fuera él. Prefería imaginarme que era yo la que llevaba aquel vestido blanco, aunque la cola sería mucho más cortita, lo acababa de decidir. Busqué a Luis con la mirada, “a esa cara tan morena no le iría bien un traje tan oscuro, le quedaría mejor  alguno más clarito”, pensé. Pero lo cierto es que mi padre tenía razón, jamás olvidaría ese día.

Nos habíamos trasladado, como casi todos los fines de semana, al sur de la isla, a la finca de unos amigos de mis padres. Allí solía perderme por las montañas áridas, acompañada sólo por Guafe, el pastor alemán anciano, y por Sultán y Dama, cachorros de pastor belga. Durante las excursiones yo les contaba historias inventadas a partir de una piedra, la flor de un hibisco, el mar lejano o las estrellas del firmamento, ellos, acostados a la sombra de un aguacatero, me miraban como si entendieran lo que yo a veces ni siquiera comprendía. También me encantaba ir a “La Verga” porque allí vivía Luis.

Ese día no habría paseo, ni siquiera iríamos a la playa. Todos los adultos estaban embobados delante del televisor.

Entonces ocurrió. Llegaron los últimos invitados al almuerzo, un matrimonio alemán con su hijo Arturo. Mi madre me advirtió para que no me acercara mucho a él. Esto despertó mi curiosidad y a la vez me puso en alerta. Aquel hombre con barba y un bolsillo blanco y otro azul, se comportaba como si fuera un niño. Escuché a su madre comentar, en un castellano balbuceado, que siempre tenía telas de estos dos colores para poder satisfacer la manía de su hijo. Llevaba la gorra del revés y hacía girar con el dedo índice un vaso verde cual malabarista, mientras subía y bajaba incansablemente, la cuesta de baldosas de laja que llevaba hasta el caserón. De repente una mariposa blanca pasó ante él, de inmediato guardó el objeto en uno de sus bolsillos y fue dando saltitos tras ella para atraparla. Cuando lo consiguió le quitó las alas con mucho cuidado y escachó su cuerpito entre sus dedos.

La mesa se instaló en el salón delante de la tele y nos colocamos todos alrededor. La madre de Arturo se sentó a su lado, lo más cerca posible del baño. Y yo al otro extremo. Empezó a comer con las manos y tras cada bocado iba al servicio. Como dejó la puerta abierta pude comprobar que se lavaba las manos cinco veces antes de regresar a por otro trozo de pollo. Yo fui casi incapaz de comer.

La imagen de Arturo permaneció en mi mente indeleble asociada a la boda real.

En mi imaginación unía siempre mi futuro al de Luis, pero ni en mi peor pesadilla inventé que el fruto de nuestra unión fuera un niño eterno.

“Lo diferente nos asusta, pero cuando para nosotros pasa a ser familiar, nos cuesta entender que a los demás les resulte tan extraño”. Esta frase, al descubrir el temor en mis ojos, me la dijo aquel día, entre escupitajos involuntarios, el padre de Arturo. Durante años la olvidé por completo. Actualmente no paro de repetirla.

Escrito en abril de 2010


2 respuestas a “EL AUTISTA”

  1. Quien iba a decir que aquella unidad que pusimos en marcha hace once años, iba a ser donde ingresara aquel chiquillo que conocí por entonces. Nunca sabemos que o quienes nos aparecerán, sin avisar, tras una curva de las tantas que tiene la vida. Nunca.
    Sigue escribiendo.Procura ser feliz.

    • Desde luego, la vida es una caja de sorpresas. Yo no trabajé nunca en esta, pero sí en la del Sabinal. Tengo muy buenos recuerdos… Pero ver a alguien querido en un sitio así no debe ser nada fácil. Esta tarde voy a verlo, tengo muchas ganas pero al mismo tiempo sé que me va a doler verlo con el pijama de colores, ojalá que la alegría le pueda a la tristeza.
      Espero que tú también seas muy feliz.

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