AQUEL PARAÍSO


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Necesitaba respirar, se asfixiaba. Desde que Eduardo llegó al pequeño apartamento le soltó a las niñas. Esa tarde se la iba a tomar para ella. Lo había estado pensando durante la mañana, necesitaba ir a la playa de Maspalomas a darse un baño. Había escuchado que el camino estaba totalmente abierto uniendo toda la costa sur. Así que podría hacerlo caminando, sólo tenía dos horas hasta que fuera la merienda, debía darse prisa.

Embadurnó su cuerpo y su cara de protector solar, se puso una camisola fresca, la pamela, las gafas de sol y se dirigió hasta la playa. Llevaba mes y medio en San Agustín, pero prácticamente no disfrutaba del sol, ni siquiera podía darse un baño tranquilamente. Pero hoy sí podría. El largo camino merecía la pena.

Cuando llegó a la avenida de la playa torció a la derecha y se cruzó con dos cincuentones adinerados amigos de su hermano, creyó notar que se le quedaron mirando al pasar. Estaba subiendo por el puente hecho de madera, por encima de la desembocadura del barranco, a la derecha estaba el Beach Club, donde celebró en una ocasión la noche de fin de año. ¡Qué época más loca había vivido! ¡Qué lejana le parecía! Dieciséis años tenía entonces y ahora rozaba la treintena. ¡Cómo le había cambiado la vida!

Continuó el camino que bordeaba ahora un acantilado, el agua era completamente cristalina, se veían las grandes rocas en el fondo. Caminaba rápido, sus piernas largas siempre la ayudaban a alcanzar gran velocidad. Debía darse prisa. Una gaviota cruzó el cielo despejado, Victoria sonrió. Siempre se imaginó a sí misma como a una gaviota, por su amor incondicional al mar y sus ansias de libertad. Últimamente las veía lejos de la costa, cuando iba a su casa, hacia el interior de la isla, en las altas farolas de la autovía. Tenía que buscarlas para verlas. ¿Quién podía imaginar que una gaviota sobreviviera lejos del mar? Quizá se habían vuelto locas. Le daban pena. Ella prefería la de ahora, la que no había renunciado a ser quien era, una gaviota sobrevolando el océano. Inspiró hondo, dejándose invadir por el olor a salitre.

Bajó unas escaleras de piedra, a la derecha había un gran hotel con acceso directo a la avenida estrecha, a la izquierda la playa de Las Burras. Uno de sus ligues de cuando tenía diecisiete, tenía un apartamento en esta playa, lo buscó entre los padres jóvenes, pero quizá era mejor guardar aquella imagen antigua, los años nos juegan malas pasadas.

Ahora el camino volvía a convertirse en unas tablas de madera sobre la arena que se movían a cada paso, puede que esta fuera la zona del Veril, no sabía bien, tenía un sentido de la orientación nefasto. De nuevo otra vez avenida, con su pequeño muro, a la derecha bungalós de ensueño, pero tras el muro a la izquierda, la playa era ahora de piedras. Se cruzaba con gente en bici, otros corriendo o paseando a sus perros. Calculaba que se encontraba a medio camino, llevaba mucho tiempo sin hacer ejercicio, empezaban a dolerle los muslos, le ardía la piel al rozarse uno contra otro.  Se temía que en el pie derecho  le estaba saliendo una ampolla. ¡Sólo a mí se me ocurre pegarme esta caminata con chanclas! Se lamentó. Pero sabía que el esfuerzo merecía la pena, era la primera vez en más de dos años que se movía sin sus dos prolongaciones. Que podía contemplar algo sin que la distrajeran, que caminaba por y para ella. Necesitaba volver a encontrarse, poder escuchar sus propios pensamientos. Necesitaba liberarse de la angustia. Aquella playa pequeña de arena negra infestada de gente que había dejado atrás, no tenía el poder sanador del mar ancho y abierto de la inmensa playa de Maspalomas, con sus incontables dunas de arena rubia. Esta era para ella la definición del paraíso.

De nuevo tocaba subir escaleras, el camino se alejaba ahora algo del mar, debía estar por la zona de Playa del Inglés, por la cantidad de apartamentos. El mismo camino se adentraba en un centro comercial, ¡fuerte aberración!, pensó.

Volvía de nuevo a ensancharse la avenida, ya tenía que estar cerca, el mar estaba ahora muy abajo, debía estar atenta, dentro de poco, vería las escaleras de piedra, que bajaban hasta la playa. ¡Ahí estaban! ¡Con lo que le dolían los pies! ¿Cómo se las arreglaría para subirlas a la vuelta? Si hubiera traído dinero se hubiera cogido un taxi, pero su idea romántica del paseo solitario se estaba volviendo en su contra. Por fin llegó a la arena, se descalzó y sintió un alivio inmediato, pero sólo estaba al comienzo de la Playa del Inglés, le quedaban kilómetros de arena para llegar a su preferida. No lo iba a conseguir, la angustia no desaparecería tan fácilmente, había sido una ilusa al imaginar que en sólo una hora llegaría a Maspalomas, se daría su baño milagroso y en otra hora, estaría de regreso. Y debía estar a tiempo, no soportaría ni un solo reproche más, preferiría ser enterrada en la arena o ahogarse en el mar. No le quedaban fuerzas para llorar. Por lo menos el agua de la orilla refrescaba sus pies doloridos, le escocían las heridas, pero así se sanarían.

Ahora estaba pasando por lo que de niña pensaba que era el inicio de la playa, la gran bajada por la que se ponía con su madre y el mismo camino que tomaba cuando venía con sus amigos de jovencita. Caminaba esquivando grupos de jóvenes jugando al fútbol, tirándose arena, intentando cogerse, y se veía a sí misma entre la infancia y la juventud, iniciando el cortejo a través del juego. Justo ahora pasaba delante del chiringuito que hacía de punto de encuentro, ¡que años más maravillosos, cuyas únicas preocupaciones eran los exámenes o gustarle o no a un chico!

Si era capaz de caminar un poco más, pronto llegaría a la curva y tras ella ya estaba Maspalomas. No sabía bien dónde se encontraba el límite de cada playa, pero sí sabía que su zona preferida estaba más allá, pasados los callaos, cuando la orilla volviera a ser de arena fina. Detrás de la curva estaban sus mejores días, los que pasó con su primer novio formal, los que pasó sola cuando nadie la acompañaba e incluso los primeros días furtivos con su marido.

Allí estaba su paraíso, pero se estaba haciendo muy tarde, si no regresaba no llegaría a tiempo. Al menos se encontraba ya en zona nudista, se deshizo de la ropa, las gafas, la pamela y las dichosas chanclas. Y corrió a adentrarse en el mar, huyendo de todas las miradas que pudieran ver sus carnes flácidas. Dentro estaba la salvación, a medio camino del paraíso que sólo podría alcanzar en sus sueños. Se zambulló sintiendo el agua fría del fondo inundando su cuerpo y deseó no salir jamás a la superficie.

Escrito en marzo de 2010.


2 respuestas a “AQUEL PARAÍSO”

  1. Tuve la oportunidad de leer este relato hace unos meses y ahora que vuelvo a hacerlo me inspira las mismas sensaciones. Describes muy bien el cansancio que a veces nos embarga y nos supera.
    Un abrazo

    • La verdad es que lo he recordado estos días por la «vuelta al cole», a las actividades extraescolares, a los cumpleaños… por las miles de ocupaciones a las que nos enfrentamos los padres. Me recuerda a la larga caminata que se dió la prota, tratando de redimirse sumergiéndose en el que era su paraíso.
      Un abrazo fuerte.

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