LA PRUEBA


Sudaba. Temía no ser capaz de sostener más el bolígrafo, le horrorizaba la idea de empapar la hoja y sólo poder entregar un borrón. La historia llevaba meses desarrollándose en su cabeza. Cierto era que no había intentado todavía trasladarla al papel; al fin y al cabo tenía vida propia, o eso pensaba. Se desabrochó el primer botón del polo, quizá el aire acondicionado no funcionaba correctamente. Los demás llenaban sus folios a toda velocidad mientras el suyo permanecía en blanco.

 Él la veía tan claramente, con su melena roja entrelazada, con aquellos ojos tan oscuros como transparentes bajo las capas de rímel, que le parecía sencillo conseguir que los demás la vieran también. 

Siempre la imaginaba a su lado cuando iba en la guagua. Allí fue donde apareció por primera vez. Apoyaba su frente despejada en el cristal aparentando mirar el paisaje cuando en realidad viajaba al mundo de Maite, a su vida tras aquel mostrador donde guardaba un secreto que nadie debía conocer. Porque de nada valdría. Todo era una farsa, ella se limitaba a interpretar el papel que le habían dado. No tenía más opciones. De pequeña, durante los años obligatorios de estudio, descubrió un universo infinito de conocimiento que, probablemente, jamás estuviera a su alcance. Pero el simple hecho de intentarlo la hacía vibrar. Al escritor le parecía sentir su entusiasmo, ver como sus grandes ojos se abrían aún más mientras escuchaba al profesor. Tras las clases regresaba a la realidad, la única realidad que le estaba permitida: ayudar a sus padres en la tiendita del pueblo. Alguna noche, robándole horas al sueño, trataba de hacer los deberes. Solo recibía una pequeña ayuda en matemáticas; su padre, con su eterno lápiz en la oreja, era un experto en cuentas. Pero no era suficiente, así que se limitó, de momento, a aceptar su destino.

Es cierto que su infancia y su juventud murieron entre las verduras y la caja registradora, pero nunca perdió la esperanza. Su secreto latía en cada rincón de la tienda. Seguía, desde el silencio, la evolución de la informática: su irrupción en los negocios, en las escuelas, incluso en los hogares. Leía en el periódico cualquier noticia relacionada, movía la perilla del volumen de la radio, o le daba a la tecla del más en el mando de la tele cuando hablaban de Internet. Le parecía un invento mágico y misterioso.

Día a día la vida de la chica seguía creciendo en la imaginación de Pablo.

Maite, por simple ley de vida y como única heredera, terminó quedando al frente del negocio. La mañana que aquel joven de nariz aguileña, con su carpeta bajo el brazo y la innovación entre sus cejas, entró, supo que aún podía realizar sus sueños. Antes de que lanzara la propuesta, Maite ya estaba decidida a cambiar el aceite y vinagre por los ordenadores. Invirtió cada euro en transformar el local en un ciber-centro. El pueblo había crecido tanto que parecía una ciudad, pero muy pocos podían permitirse la banda ancha. Poco a poco, tímidamente al principio, primero los jóvenes, luego los padres y al final los abuelos, fueron cambiando los bancos de piedra gris de la plaza donde se reunían cada tarde,  por las pantallas de los ordenadores. Y Maite, al fin, dejó su eterno mandil por el rímel y los tacones que tanto le gustaban, aprovechando cada rato libre para sumergirse en aquel mundo de sabiduría (hasta entonces para ella vetado) que se abría con cada clic.

 Todo estaba en la cabeza de Pablo pero… ¿cómo conseguir que saliera?

 ―¡Maite, ayúdame! —se sorprendió diciendo en voz alta.

—Chicos, no quiero escuchar ni una voz ―dijo su escultural profesora―. Pablo, si vuelves a hablar, el examen se habrá terminado para ti.

 Por una vez no le gustó cómo le había mirado. Aunque al chico aprendiz de escritor, como le gustaba llamarse, le parecía derretirse al sentir los ojos de la profe clavados en él ahora tembló. No quería defraudarla, es más quería sorprenderla.

 Debía ser capaz de contar la historia de la niña que al final consiguió aprender y ya nunca dejó de hacerlo.

Soltó el bolígrafo. Se secó las manos en los vaqueros y lo volvió a coger. Entonces, cuando miró el folio de nuevo, vio la cara de la chica allí dibujada. Y con la misma magia que la vida de Maite permanecía entrelazada a la de Pablo, la tinta negra comenzó a deslizarse por la cuartilla trazando el camino para que los demás consiguieran verla también.

 Escrito el 6 de octubre de 2010


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