LA GAVIOTA ENCANTADA


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Empezaré por el principio.

Desde que leí Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach (en un tiempo indeterminado entre la infancia y la juventud), estoy enamorada de las gaviotas. Incluso si creyera en la reencarnación me atrevería a asegurar que alguna vez fui una o, si no, lo seré pronto.

Me encantan las gaviotas porque siempre (o casi) están cerca del mar o volando en el cielo. Me gusta la idea de libertad que me transmiten, me serena su soledad buscada; su energía. Me recuerdan, como escribí hace poco: “la valentía de surcar los mares, de vencer tempestades y conseguir volver a reinar en el infinito”.

Desde hace años soy una gaviota: la gaviota de cabecera que sobrevuela la colina naranja, la que tiene dotes detectivescos, la gaviota viajera o simplemente Gaviota.

Siempre ando buscándolas en el cielo o en el suelo. Su visión me produce serenidad, es como encontrarme con un viejo amigo.

 Y muchas veces me sorprenden. En marzo las veía lejos del mar, apostadas en enormes farolas en la autovía hacia el centro de la isla. Otro día de calima, hace un par de meses, permanecían muchas de ellas en el césped cercano al helipuerto del hospital. Las vi en San Sebastián, incluso en Madrid y, como no podía ser de otro modo, las busqué en Roma.

Pues el cielo de Roma es surcado por cientos de gaviotas.

Al segundo día de llegar visitamos el Vaticano. El ascenso a su cúpula tiene dos tramos: el primero lo hicimos en ascensor, de él salimos a una amplia terraza y volvimos a entrar, tras unas pequeñas escaleras al aire libre, continuando el ascenso por una escalinata interior tan oblicua que nos empujaba contra la pared de azulejo. Ya en la cima traté de fotografiar alguna gaviota sobrevolando la ciudad del Vaticano. De regreso hicimos una parada en la terraza para beber agua de la fuente y para fijar en nuestra memoria lo que acabábamos de contemplar. Entonces mi sorpresa fue mayúscula. Tenía una gaviota quietita a la altura de mis ojos, en un pequeño rectángulo vallado que en realidad es un reloj de sol. Nunca había estado tan cerca, ni nunca vi una tan quieta. Según nos dijo el guardia, es famosa: todos los días acude al mismo lugar y miles de turistas la inmortalizan con sus cámaras. Nunca he sabido explicar de qué se trata pero entre los animales y yo fluye algo que nos permite entendernos. Se me acercan sin temor, me ven como a una de ellos y así me siento. Me hubiera quedado allí, mirando el ojo amarillo enmarcado en un círculo naranja (como si lo tuviera pintado). No sé si la paz que sentía era superior a mi asombro: fue sencillamente maravilloso.

Está claro que presenciar el fresco de la Capilla Sixtina o pisar los mismos suelos que han sido pisados por otros durante siglos, será inolvidable. Pero de lo que estoy segura, es de que jamás olvidaré a la gaviota que me ayudó a sentir más cerca el cielo de Roma.

 

Escrito el 16 de noviembre de 2010

 

 

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4 respuestas a “LA GAVIOTA ENCANTADA”

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