¿RECUERDOS?


Levantó la mirada al horizonte y en ese mismo instante vio pasar la guagua número dos. Sabía que debía cogerla pero ya no recordaba porqué. Así que permaneció sentado en la marquesina mientras un goteo incesante de personas subía los tres escalones de acceso. Más atrás, los que bajaban, durante su carrera frenética, se cruzaban con los de la cola de entrada. No pudo evitar agobiarse.

Sin saber porqué, sacó del bolsillo derecho de su gabán, un móvil que parecía querer clavársele en el pecho. Sonrió, como respuesta, al ver la foto de cinco niños posando en la pequeña pantalla. No sabía quiénes eran pero intuyó que algún día fue a él al que sonrieron.

Más allá del móvil, a solo unos pasos de sus pies, veía el ajetreo de la muchedumbre, el de los que, supuestamente, saben a dónde se dirigen aunque el camino no les lleve a ningún lugar. En parte los envidiaba, deseaba tener a dónde dirigirse, deseaba que alguien le esperara en algún lugar. Por otro lado ese mismo no tener, o no saber qué hacer, le producía un extraño sosiego.

“¡Si al menos pudiera recordar qué hacía en aquella parada! Este azul en el cielo solo se ve desde este lado del Atlántico”. Se tranquilizó. Tenía una pista: estaba en su isla. Algo le decía, aunque no sabría explicar el qué, que no siempre vivió aquí. Tenía la sensación de haber estado, durante muchos años, mirando a un cielo mucho menos diáfano. Pero hoy estaba aquí, aunque no recordara para qué.

Miró de nuevo el cachivache con el que jugueteaban sus manos. La foto había desaparecido y la pantalla estaba completamente negra. Guardó el teléfono en el bolsillo del que lo extrajo. Seguiría allí sentado hasta que una señal le indicase qué se esperaba de él.

Un amarillo pollito asomaba a lo lejos. “¡Qué mala suerte, otra guagua que quiere alterar mi calma!” De nuevo le sudaban las manos. Al menos era la veinte. No era esta la que debía coger, o al menos eso creía. Se relajó y volvió a recrear sus sentidos en la espera. Su mirada saltó por encima de los rostros estresados y de los cientos de colorines que pugnaban por atraer su atención.

Cerró los ojos para escuchar mejor el trino de los pájaros y reconoció el canto de un mirlo. Un fogonazo estalló en su mente en forma de recuerdo. Vio a un niño con la cara pegada al cristal de un cuarto piso y entendió lo que ese niño veía: un poco hacia abajo, justo en la punta del Obelisco, un mirlo delicado ponía toda su alma en sus gorgojos. El estremecimiento le abrió los ojos sin piedad. “¿Quién era ese niño que miraba desde una ventana unas calles más abajo?” Porque él, ahora, desde aquí, veía el majestuoso obelisco que apuntaba al centro mismo de aquel azul inigualable.

Decidió taparse también los oídos. De nuevo cerró los ojos y le llegó el inconfundible aroma del césped recién cortado. Y vio, otra vez, a ese niño, ahora corriendo en bañador entre palmeras. Al fondo los reflejos del agua de una piscina, donde el hombre supo que el niño terminaría saltando, rodeando con los brazos sus piernas dobladas durante el brinco. El hombre se secó la cara presintiendo que el agua clorada le mojaría. Con el gesto abrió los ojos y regresó, inevitablemente, a la parada.

Pero los dedos permanecieron recorriendo unos surcos en su cara. Deben ser arrugas, pensó. Entonces miró sus manos, llenas de manchas con las venas queriendo escapársele del cuerpo. Sí, debían ser sus manos porque estaban al final de sus brazos. Puso una sobre la otra y volvió a cerrar los ojos. El niño apareció en una habitación sombría, acariciando, una y otra vez, la mano de una anciana. Su piel curtida parecía papel de seda. Tenía un semblante sereno laureado por canas plateadas, su pequeña cabeza descansaba sobre almohadones de encaje. El niño la miraba temblando, mientas las lágrimas le dibujaban crucigramas en las mejillas. Instintivamente fue a limpiarse con la manga, y el gesto, de nuevo, lo devolvió a un presente desconocido.

Escuchó un ring, luego dos, nadie lo descolgaba. Miró a la chica de al lado llena de pendientes en la nariz, viéndola por primera vez.

—Debe ser el suyo —le dijo con un movimiento de barbilla que le señalaba sin equívoco.

El hombre entendió el mensaje. La incómoda vibración que notaba en el pecho debía ser el cachivache sonando. Lo sacó y miró a la chica subiendo los hombros a modo de pregunta.

—Apriete el botón verde —le apremió con voz de fastidio. Obedeció con temor. “María. Llamando”, decía la pantalla. Volvió a subir y a bajar los hombros mientras atinaba a ponerse aquello en la oreja derecha. Antes de que pudiera preguntar nada, escuchó una voz histérica saliendo del aparato.

—¡Papá, papá! ¿Estás bien?

—¿Sí?, sí, sí.

—¡¿No te dije que no salieras, que yo pasaba a recogerte?! ¿Dónde estás?

—En la parada de la dos. La de la cuesta. En el Obelisco. Esperándote —contestó tratando de  parecer convincente.

—¡Menos mal que no has ido lejos! ¿Estás seguro, verdad? ¡Ya voy para allá! ¡Ya llamé al neurólogo para avisar de que llegaríamos tarde! ¡Ni se te ocurra moverte de ahí! ¿Me oyes?

Pero la voz colgó sin dejarle contestar. “¡Menuda chica! Necesita un masaje”, pensó dejando escapar un suspiro mientras le sonreía de nuevo a la foto que le resultaba familiar. Dudó un instante entre levantarse y pasear, o coger la guagua que se acercaba. Finalmente decidió quedarse contemplando el vibrante azul del cielo.

Escrito el 12 de Abril de 2011.


4 respuestas a “¿RECUERDOS?”

  1. Muy bueno Raquel. Me ha emocionado y, por momentos, agustiado. Me ha transmitido mucho y bueno. Me imaginé caminando hacia la academia de inglés y ver al hombre por su espalda…

  2. Hacía tiempo que no sabía nada de ti. La espera ha merecido la pena. Genial tu relato, la desorientación, la ambigüedad, la descripción de esas sensaciones, de esos vagos recuerdos, y la manera que has elegido de informar al lector a través del protagonista, sin que él mismo lo entienda.

    Me ha encantado. Ya sabes, erre que erre. 🙂

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