Llegué de noche a la estación. Solo eran las ocho y veinte pero el andén permanecía descorazonadamente desnudo. Cualquiera hubiera visto esto como un mal augurio. Debía ir a la pensión, ducharme y acicalarme para el primer encuentro.
Parecía ser la única viajera a aquella hora, por lo que todos los taxistas me miraron al llegar a la parada. El primero sonrío.
—Buenas noches, señorita —saludó mientras metía el bolso en el maletero.
—Buenas noches. Voy a la pensión La Buena Estrella. ¿Podría decirme como llegar a la plaza mayor?
—No tiene pérdida. La pensión (la única del pueblo) está en una de las calles que desembocan en la plaza. Esta noche es la verbena grande. Este fin de semana hay más movimiento en el pueblo que en todo el año.
Pagué al taxista casi sin mirarlo. La pensión era una casa antigua con un bar en el bajo.
Toqué el timbre del mostrador y salió a recibirme una señora en bata con rulos.
—Menos mal que llegó, señorita. Estaba a punto de irme a la verbena.
Por un momento lamenté haberme embarcado en esta aventura, no era agradable sentirse sola y extraña en un lugar desconocido. Me consolaba pensar que ya quedaba poquito para estar todos juntos. Tuve el tiempo justo para arreglarme y salí de nuevo.
La plaza estaba más concurrida de lo que esperaba. No habíamos acordado ninguna señal para identificarnos, confiábamos en reconocernos. Me sentí temblar, ¿y si finalmente no los encontraba?, ¿Qué haría sola rodeada de tanta gente?
— ¡¿Rebeca?! —una señora rubia me llamaba con seguridad, agitando su mano.
— ¿Candi? —respondí sin convicción mientras me acercaba a ella. Entonces se levantó de la mesa y enseguida me vi envuelta en un cálido abrazo. Me costó un ratito acostumbrarme a su voz, a sus gestos, pero era ella; tal y como la conocía a través de las cartas. Hablamos sobre mascotas mientras esperábamos a los demás.
Al ratito se acercaron dos chicos, uno de pelo negro frondoso y barba tupida que ocultaba su sonrisa brillante.
— ¿Emilio?
—Sí.
Nos dio dos besos y nos presentó a su amigo. Pedimos algo de cenar, se hacía tarde y si seguíamos bebiendo el aromático vino no podríamos seguir hablando. De nuevo me costó acostumbrarme a la voz de Emi pero solo un ratito.
Nuestras voces se acompañaban por el sonido de un piano de fondo.
Tras un par de horas de charla apareció Blanca, temblando, tímida pero con su sonrisa franca… fundiéndose conmigo en un abrazo del alma. Emilio se despidió del grupo hasta el día siguiente, sus ojos sonreían de forma especial a Blanca. Nosotras necesitábamos descansar, aunque estuvimos tres horas más alrededor de una botella de vino en el bar de la pensión.
A la mañana siguiente fui al encuentro de Mario, me recibió con su campechanería, sus ojos color miel y su sonrisa abierta. Me sentí como en casa. Tras dejar su bolso en la pensión volvimos al encuentro del resto. Estaban por la calle de compras y los cinco juntos paseamos como si fuéramos amigos de toda la vida. Yo prefería estar sentada, verlos bien, escucharlos, impregnarme de sus movimientos sin ninguna distracción. Pero a la vez resultaba agradable comportarnos como si todos los días saliéramos de compras juntos. Creo que cada uno de nosotros vivía cada instante sabiendo que sería irrepetible. Decidimos que necesitábamos un lugar en el que estar solo nosotros. El sitio donde quedamos con las tres integrantes que faltaban parecía el más apropiado. Recorrimos un camino de tierra roja, aún húmeda por el último rocío. El musgo trepaba por los troncos de los árboles que salían a nuestro encuentro, elevándose hacia las copas aupados por nuestra propia alegría de sabernos juntos, aunque siempre lo estuvimos.
Cuando llegamos a la cabaña me sorprendió el nombre inscrito en el felpudo: “La Buena Estrella”. La chimenea estaba encendida y allí estaba Bienvenida, con su dulce voz de treintañera meciendo sus palabras. En ella no me extrañó el acento; algo ancestral nos unía.
Entonces empezó a sonar una música francesa y los aromas de la cocina condujeron mi mirada a un especiero labrado en madera. Llegó Denise con su gesto dolorido camuflado por sus dotes de juglar.
Y en el espejo me sorprendió el reflejo a contraluz de unos profundos ojos azules de lectora empedernida, su tez blanca de muñeca inglesa y su porte de mujer mediterránea. Sin duda alguna era Cintia.
Ahora sí estábamos todos, al fin podíamos iniciar el ritual para el que habíamos sido convocados.
La magia que nos unió a través de las palabras fue escribiendo, sin nosotros saberlo, un libro que pasaría a la historia: el conocido libro de relatos In crescendo. Pero aún no éramos capaces de imaginar la importancia que este tendría para la humanidad. Lo que sí sabíamos es que, después de leernos durante un año (porque este fue el tiempo que permanecimos en la cabaña sin notarlo), después de conocernos profundamente, ya ninguno volveríamos a ser los que fuimos.
2 respuestas a “LA BUENA ESTRELLA”
Pues cuando lo leí por primera vez, me gustó mucho. Ha mejorado con el tiempo de reposo.
Muy descripitivo.
Muy bueno
Creo que debes limpiarte las gafas. No, en serio, te lo agradezco mucho. A mí no me gusta especialmente y el reposo ha sido solo eso, porque no lo he vuelto a corregir. Quería publicarlo para compartirlo con una cómplice del grupete para poder darle pistas. Ya te cuento en privado.