MODALES


No sé bien cómo llegué aquí. Voy a intentar recordarlo.

Al principio estaba con otros como yo: rectangulares, blancos; simples folios. Luego me metieron en una carpeta y me pasearon por las calles de la ciudad, hasta que llegamos a una habitación llena de mesas y sillas que se fueron ocupando rápidamente entre murmullos. Hasta que llegó un señor y se subió a una tarima, entonces habló solo él. Yo era el primero del montón, así que garabatearon en mí trazos ilegibles mientras aquel hombre hablaba.

Por la tarde me sacaron al sol (haciéndome feliz por un instante). Reconocí, por su perfume, a la chica que me arrimó contra su pecho por la calle y que, más tarde, escribía compulsivamente sobre mi superficie. Me colocó en la mesa de piedra, al lado de un aparato negro. No era mucho más grande que yo, pero sí más ancho. La chica lo colocó horizontal y abrió la tapa. Apretó un botón y después de símbolos y ruiditos, apareció un pariente mío en la pantalla. Ella torpedeaba las teclas como una posesa al mismo tiempo que me leía y cuando se equivocaba retrocedía, borraba sin goma y seguía adelante. Dándole a una flechita aparecían ante nuestros ojos cientos de páginas en el mismo lugar. Resultaba inquietante y demasiado caliente para mi gusto. Luego, cuando terminó conmigo (sin pudor ni humanidad) me arrugó y me tiró tras el banco, también de piedra, donde estaba sentada. Desde allí veía piernas en vaqueros o desnudas, terminando en playeras, chanclas o tacones, pasando de un lado para otro o entrecruzándose en los bancos e incluso en las mesas o en el suelo. Con un par de patadas, me colocaron en el centro de lo que parecía una calle.

A medida que el día se escurría, el lugar se vaciaba. Dejaron de escucharse voces, risas, pasos ajetreados, pitidos o sintonías de móvil. Por detrás solo alcanzaba a ver la pared de un edificio en el que se alternaban enredaderas de flores amarillas y unas ventanas redondas enormes, que ahora, con las luces del interior encendidas, parecían los ojos de buey de un barco. Sobre mí oscurecían los tonos azules del cielo hasta convertirse en gris marengo. Me recordaba a una pizarra sobre la que nadie escribe nada. Nunca. Contemplándolo descubrí los hilos negros paralelos. Si no hubiese visto las enredaderas hubiera pensado que eran tendederos desubicados. Algo más tarde, se encendieron las pequeñas farolas suspendidas sobre las maderas en las que se anudaban los hilos. El lugar parecía otro muy distinto al anochecer. Con sus bancos y mesas vacíos entre los dos edificios con aspecto de barcos atracados, con el sonido lejano de los coches semejante a la cadencia del mar al llegar a la orilla, diría (si no supiera quién soy ni como llegué aquí) que me encuentro en una avenida marítima. Si resultan sospechosos los ojos de buey, el rumor del supuesto mar, el vaivén de las palmeras en la zona alta de la ciudad, lo es aún más, el ciclópeo tubo amarillo que sale del techo del edificio que tengo enfrente. Podría pasar perfectamente por la chimenea de un barco, pero la puerta transparente que se abre cuando alguien pasa y los grandes ventanales rectangulares que delimitan los diferentes espacios, lo delatan. Hasta los focos de las canchas situadas en lo alto, a la izquierda, podrían ser las luces de la ciudad a la que estos dos barcos han arribado. Si no estuviera en un lugar que pronto se quedara vacío, que (sobre todo por las mañanas y, en menor medida, por las tardes) está lleno en su mayoría por jóvenes, podría pensar que estoy en una avenida cercana al muelle.

Una señora con edad de no estar ya por estos pagos, me recoge y me tira a la papelera marrón que está algo más allá del banco donde fui a morir. Podría tratarse de una profesora o quizá de alguna loca a la que le encanta aprender o de la señora que limpia el centro.

Si al menos me hubieran puesto en el contenedor azul de la salida, hubiera podido leer otras letras antes de que me trituraran; antes de volver a nacer. Si al menos hubieran escrito en mí una canción, un chiste, un poema o una nota de amor u odio, pero no, solo apuntes ilegibles. Si al menos no fuera un triste folio arrugado, primero en el suelo y ahora en una papelera junto a latas de refresco, platinas y restos de bocadillo. Si tuviera alas. Si tuviera alas, podría volver mañana.

Aunque sea un trozo de papel garabateado y sucio, puedo soñar con ser paloma (o gaviota si esto fuera mi avenida imaginaria). Así podría venir de lunes a viernes, en la hora del descanso, y ciscarme encima de la chica cada vez que tirara algo al suelo. Hasta que aprendiera algo que no le enseñarán aquí, algo que debió aprender de sus padres (hace al menos dieciséis años), algo que hasta un folio (sin futuro pero soñador) sabe.

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4 respuestas a “MODALES”

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