Bajo la carpa de un circo todo es sueño, incluso fuera de las horas de función. El de Aquiles siempre había sido el de ser trapecista.
Los operarios limpiaban la arena con esmero, daban de comer a los animales, sacaban brillo a los trapecios, echaban serrín donde hiciera falta, lustraban la piel de los caballos. Todo debía estar perfecto antes de la primera actuación.
Como cada día, el guardián abrió la jaula del oso para que diera su paseo matutino. De todos era sabido su carácter noble y disciplinado. Tras las rejas no perdía de vista a los chavales encargados del acondicionamiento de los trapecios. Los habían bajado hasta la arena para engrasarlos y abrillantarlos. Ahora era el momento de su bocadillo y allí los habían dejado. Aquiles, sin la nariz de payaso sobre su trufa, sin la gran pajarita de lunares y sin los zapatones, saltó a la pista sabiendo que hoy sería su gran día. Disimuló paseando, como hacía siempre, por la circunferencia que delimitaba el escenario y cuando se aseguró de que todos estaban confiados, corrió al trapecio. No eligió uno cualquiera, por supuesto el suyo debía ser el del trapecista principal. Subió una pata, luego la otra. No contaba con que las cuatro no le cabían. Depositó su panza sobre la barra metálica como el que pone un kilo de castañas sobre el plato de una balanza, estiró las patas y sus costados rellenos quedaron marcados por la tensión de las cuerdas. Parecía un ridículo tentetieso en medio de la pista, pero él soñaba con que volaba por el cielo de la carpa, ligero como un globo de helio cuando a un niño se le escurre entre los dedos. Con los ojos cerrados y su sueño cumplido, se alejaba de la arena. Cuando los abrió de nuevo, realmente volaba, balanceándose de un extremo al otro de la carpa. El director del circo lo había observado y sobre la marcha se le ocurrió un número nuevo. Ordenó al domador que le echara el lazo para que no pudiera escapar, derroche de energías, aunque quisiera, Aquiles se encontraba atrapado entre las cuerdas. Los operarios ajustaron los arneses al cuerpo del oso, reforzaron los pesos y voilà: Aquiles planeando como loro acróbata.
Ahora de jueves a domingo, a las cinco y media y a las ocho y media de la tarde, Aquiles, con su nariz de payaso y su pajarita de lunares, ondea sobre cientos de rostros maravillados por su proeza.
Él, al volver a su jaula, vomita la comida del día hasta echar el alma por sus fauces, añorando sentir el peso de su cuerpo lanudo y que el mundo deje de dar vueltas como un tropo multicolor.
Los sueños al ser tocados por la realidad pierden su belleza. Así fue como el oso soñador descubrió que sufría de vértigo.
Una respuesta a “LA LEVEDAD DEL TENTETIESO”
He sentido primero los deseos del oso y despues la pena por el destino del pobre oso convertido en payaso volador.
No obstante es un cuento tierno y conmovedor.