Me embarcaron con mi tío a los diez años. Entonces no entendí el porqué de aquel destierro.
De mi madre podía esperar cualquier cosa. Siempre la conocí así: con su seriedad, con su mutismo, con su lejanía. Pero de mi padre… de mi padre, no. ¿Cómo era posible que quisiera deshacerse de su favorita? Quizá se sentía en decadencia y no quería que lo viera de aquel modo, no lo sé.
El viaje fue largo, muy largo. Pero lo fue mucho más mi estancia en tierras catalanas; tan frías, tan distintas a mi tierra.
Me alegré de llegar a puerta. Mis tripas se retorcían con cada vaivén del oleaje, pero mi alegría se desvaneció al conocer a la hermana de mi padre. ¿Cómo podían ser tan distintos dos hermanos?
El primer día me puso a planchar y, desde entonces, me convertí en su criada y en la de sus hijos, que me miraron siempre como a la chacha. La Chacha Josefa me llamaban los muy bastardos y mi tía jamás les corregiría. Fina, me llamo Fina, repugnantes, les espetaba en mi interior, pero lo cierto es que jamás me atreví a contestar. Cuando pienso que pasé siete años en aquella lúgubre casa, los siete años de mi adolescencia, se me encoje hasta el alma.
Pocas veces he vuelto a Barcelona. En una ocasión visité a mi tía para dejar mis recuerdos en el rincón de mi mente que les correspondía, un lugar oscuro y lleno de telas de araña. Solo fui capaz de perdonarla al ver la decrepitud de aquel asilo, cuando ya anciana y desvalida, supe que le había llegado su San Martín. En otra visita, me acerqué a Plaza Cataluña para presenciar un encuentro folklórico. Las sardanas me torpedearon hasta que me eché a llorar como la niña que fui, la niña a la que robaron su primera juventud. Con aquel llanto cerré mi herida, pero siempre quedará la cicatriz.
Porque, lo cierto es que yo pude haber llegado a ser feliz en Barcelona, si no me hubieran arrancado de los brazos de mi padre, aunque probablemente fuera él el que me lanzó lo más lejos posible. Si no hubiera sido republicano. Si no le hubiera dado por beber. Si yo hubiera sido mejor acogida allí. Si no me hubiera sentido tan lejos de mi verdadera familia, tan exiliada.
¿Qué había hecho yo mal para merecer aquel exilio? Puede que mi madre hubiera preferido llenar aquella cajita blanca con mi cuerpo de bebé antes que con el de mi hermano de tres años, al que jamás conocí, pero cuyo fantasma siempre me sobrevolaba. Quizá ese fue mi delito, no morir en lugar de mi hermano. Quizá ese fue el precio que pagué por no ser él.
Pero sí, si mi deseo de regresar no hubiera sido tan grande, quizá me hubiera quedado para compartir el resto de mi vida con aquel apuesto galán de la gabardina. Porque, si bien el marido de mi tía nunca me trató especialmente mal, podría llegar a asegurar, que el único afecto que recibí durante aquellos años grises, vino de la lechera y de mi pretendiente.
Continuará…