Me encantaba ir a hacer recados, así tomaba aire que no estuviera viciado por la maldad de aquella mujer, pero sobre todo adoraba ir a por pan y a por leche. Por el camino me cruzaba con las señoritas del colegio de Las Dominicas, ataviadas con sus sombreros primorosos, y yo me hacía la loca, agachaba la cabeza y me consolaba al pensar que cuando regresara a mi isla volvería a un colegio de monjas y no a un simple colegio del Estado. Tras los encuentros desafortunados llegaba a mi destino, unas calles más allá.
En aquel entonces te pesaban el pan y si no tenía los gramos establecidos te compensaban con otro trozo o, lo mejor de todo, con un pedacito de coca, que yo, por supuesto, hacía desaparecer por el camino. ¡Con lo golosa que soy, iba a dejar que terminara en los estómagos de los glotones de mis primos! ¡Antes muerta!
Aunque, sin duda, ir a por leche era el mejor momento del día. Me encantaba el sonido de la lechera de metal al rozarse con mi falda. La iba moviendo de delante hacia atrás con un bamboleo musical; probablemente también cantara, no lo sé, de lo que sí estoy segura es de que iba dando saltitos, al compás. Siempre iba contenta a la lechería, porque tras el mostrador me encontraba los cachetes sonrosados de la lechera. Era regordeta; siempre pensé que lo era porque un corazón tan grande no podía caber en un cuerpo menudo. Cuando atravesaba la puerta sonaba una campanita, ella se volvía a mirar quién era y cuando me reconocía saltaba como si tuviera quince años, como si fuera ligera como una pluma y no tuviera otra cosa que hacer, para llegar hasta mí y envolverme con su abrigo de cariño. Creo que gracias a ella sobreviví. Sí, gracias a ella, porque mi chico de la gabardina me producía tristeza.
Era alto, apuesto, parecía sacado de una película de detectives. Demasiado alto, demasiado apuesto, demasiado perfecto.
Un día, de vuelta tras el paseo, llegando a la casa de mis infortunios, me tomó la mano y la introdujo en uno de sus bolsillos, engarzada con la suya. Ahí vi claro que solo nos haríamos sufrir.
Él me ponía triste porque era el hombre de mis sueños pero se encontraba en el lugar equivocado. Yo le haría sufrir porque pronto regresaría junto a mi único amor, mi padre.
Ese día me besó en el portal. Al entrar en la casa le rogué a mi tío que me llevara con él de nuevo en el barco. Durante la cena le dijo al resto de su familia que me iba. Yo, al sentir los ojos de mi tía clavados en mí, agaché tanto la cabeza que temí bucear en el plato de sopa. Al instante, un calor húmedo empapó mis bragas, resbaló por mis piernas y encharcó el suelo. Al día siguiente conseguí que me dejaran regresar.
Asomada a la barandilla del barco quise ver la costa de Barcelona por última vez, sin embargo, con los años no lamenté saltarme aquella promesa. La figura de los que se llamaban mis familiares quedaba en primer plano, eclipsada por un contorno inesperado: mi chico de la gabardina en lo alto de la terraza del puerto. No pude verlo bien, pero hubiera jurado que lloraba, lloraba igual que yo. Llorábamos por los hijos que nunca tendríamos juntos.