De pie, apoyada en el quicio de la puerta, le recordó de lejos a una mariposa blanca, ajena al mundo que la rodea, posada con la belleza detenida entre sus alas. La chica tuvo que pedirle permiso para poder entrar en su propia casa. Con voz adormilada, la mariposa le pidió perdón mientras se quitaba de la puerta y le aseguró que no le gustaba verse así. Parecía recién vestida, con el pelo bien ordenado coronando su cara. Tenía los párpados maquillados de blanco metalizado bajo el fino arco de sus cejas pintadas con lápiz marrón, a los lados unos pómulos angulosos tapizados de vello negro, la nariz tímida como una excusa, los labios finos adornados con brillo rosado tapando unos dientes mohosos, la barbilla desaparecida por el temblor de la mandíbula.
Volvió a pedir disculpas tres veces, a la dueña de la puerta que le servía de dormitorio, antes de retirarse por completo. También le pidió un cigarro. Con manos burdas: el dorso cubierto de pelo negro, la piel seca del color del fondo de un cenicero recién usado; con los dedos rectangulares sin uñas, tiró del filtro hasta conseguir sacarlo de la cajetilla.
Cuando, por fin, intentó entrar en su casa, vio a la mariposa aletear hasta llegar de nuevo a su altura: se le había olvidado algo. Al parecer llevaba tres noches de amanecida, le rogó a la chica que se quitara las gafas de sol y que la mirara a los ojos; esta le hizo caso y se asomó al precipicio de su breve vida, las pupilas dilatadas no pudieron mostrarle nada más que vacío. Trató de que cogiera confianza, de que se pusiera en su lugar. Tras comprobar si tenía buen fondo o los bolsillos desfondados (que no es lo mismo, pero suele ser igual), lanzó la pregunta que desde el principio rondaba sus neuronas entumecidas. No sabía si el aleteo era debido a su estado, a una especie de ritual de cortejo o a que estaba calculando si realmente merecía la pena intentarlo. Lo cierto es que la chica entró en su casa con un regusto amargo, algo la impulsaba a marcharse con la mariposa, pero la sensatez la obligaba a entrar en su refugio cuanto antes.
Allí todo permanecía como lo había dejado. Olía al azahar embotellado que regularmente expulsaba aquel extraordinario invento, que hacía que su casa pareciera recién limpia cada media hora. Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa, así debía ser. Desde que vivía sola no encontraba sorpresas a su alrededor y eso le hacía sentir una paz indescriptible. Si la añoranza o la soledad la amenazaban, se las cargaba de un manotazo y luego empezaba a cantar, era su terapia. La tele estaba prohibida, a no ser que hubiera un acontecimiento deportivo que no pudiera presenciar en directo, o una película que le recomendara vivamente alguna compañera del hospital, pero tenía que ser sin anuncios, si no era así, se negaba en rotundo. Nada más entrar se dirigió al cuarto de la pileta, ahora de la lavadora y la secadora, pero le encantaba llamarlo como hacía su abuela. Allí dejó la ropa sucia perfectamente doblada, no es lo mismo lavar y planchar una pieza bien colocada que una arrugada. Se puso la bata rosa de felpa y las pantuflas de raso, las únicas que no dejaban huellas en el parqué, y apareció enseguida delante de la nevera combi. Miró a los yogures con actiregularis y a los pequeños botes con bífidus activos, pero después de una larga noche de trabajo solo le apetecía leche de soja con galletas integrales. No contaba con que las naranjas ecológicas le guiñaran el ombligo. Le daba pereza, pero tampoco le costaba tanto hacerse un zumo con el exprimidor. Luego, al meter los cacharros en el lavavajillas la cocina quedaba perfectamente recogida.
Era la comida que más le sabía del día, pero tras una noche en vela se le antojaba un auténtico manjar. No había nada como un suculento desayuno, desconectar el teléfono, apagar el móvil y con los tapones bien apretados en los oídos, conseguir un sueño instantáneo y reparador. Sin embargo, le costó dormir. Tomaba demasiado café cuando trabajaba de noche y era un veneno al que su cuerpo no respondía bien. En casa solo tomaba infusiones: té, rooibos, manzanilla. Pero le resultaba latoso llevar al servicio las hierbas, el colador, los filtros. No conseguía quitarse de la pantalla de su mente la imagen de la chica de la puerta. Tampoco entendía por qué la asoció sobre la marcha con una mariposa. Quizá por lo comunes que son las mariposas blancas.
Unas calles más allá, la mariposa toca el timbre mudo, eso la hace sentirse acompañada. Luego trata de meter la llave del revés en la cerradura. Tarda un rato en descubrir la equivocación. Mira hacia los lados para asegurarse de que nadie la ha visto. Tras seis intentos consigue adentrarse en su feudo.
El olor a humedad, a podredumbre, a desechos, la hace sentirse en el hogar que nunca tuvo.
Arroja cuidadosamente su bolso blanco sobre la montaña de ropa del rincón de la derecha; su vestidor, piensa con una sonrisa reconfortante. Siguiendo el ritual de cada mañana, se quita la camisa blanca con un leve movimiento de mariposa, cuando la tiene en la mano desmaquilla con ella su rostro ajado, se quita también la camiseta que ciñe su desbordado cuerpo. Cuando se siente liberada, las tira al suelo. Apoyándose en el pequeño espacio que queda libre en la mesa, se quita los zapatos de tacón de aguja, finos como la lengua desenrollada de la mariposa, y los lanza con seguridad a la despensa; su zapatera, y sonríe de nuevo. Los zapatos describen un arco inestable en el aire viciado. Luego tira del extremo de cada pata del vaquero de pitillo hasta que consigue desincrustarlo de sus muslos, antaño celulíticos y que ahora lucen como panty cuatro tallas más grande; con colgajos de piel desprendidos de la carne macerada. Con patadas de futbolista entumecida lleva la ropa a su rincón. El desorden siempre ordenado, se recuerda a sí misma.
Una vez en ropa interior amarillenta, blanca en su día, sin calzado ni maquillaje, se siente realmente libre, acogida en su guarida como la gaviota que siempre deseó ser, y baila con la canción taladrada en sus oídos en el último local.
Sus tripas rugen al son de la música inexistente, eso le recuerda que no puede engañarlas más, que es la hora de su comida del día.
Abre la puerta de la nevera tratando de no cortarse con las lascas de pintura reseca que permanecen en el panel oxidado. No se enciende ninguna luz, hace tiempo que le cortaron la corriente. Intenta transformar en su imaginación el fétido olor a muerto que vomita la nevera, por uno a verdura fresca, si no lo consigue, también hoy será incapaz de comer. Su mirada se entretiene entre las revistas del colegio que guarda en el cajón de la fruta. Son su tesoro más preciado y allí están a salvo. Algo la tienta a ojearlas, pero se resiste y vuelve a cerrar la nevera de un portazo. El metálico sonido del vacío retumba en su interior.
Debe recordar dónde escondió la rebanada de pan bizcochado, salvavidas para una situación de emergencia y tiene que reconocer que esta lo es. En la despensazapatera no, en el rinconvestidor tampoco, en la mesaestantería no hay lugar para ocultar nada, en la neveralibrería menos. Describe con la mirada un círculo en torno a ella. Sonríe, esta vez con tristeza, al ver el montón de vinilos al lado del tocadiscos aún vivo pero sin conexión. Jamás guardaría nada entre la música dormida. Mira a la cama de tres patas, su esqueleto de tablas al aire. A su lado, el colchón en el suelo. Bajo el colchón. Allí está. Sopla el moho que le recuerda siempre a la penicilina que le nombraron aquel día en clase, seguro que esto consigue que no enferme, y le va dando pequeños mordiscos: el primero le sabe a pera jugosa, el segundo a castañas asadas, el tercero a mandarina con un toque ácido en su dulzura.
Cuando termina con el mendrugo se acuesta apretándose la barriga y prometiéndose a sí misma que cuando se levante se vestirá, y, después de buscar monedas con las que acallar al mono, irá al comedor de Cáritas.
Pero no llega, por el camino se desmaya y un alma piadosa llama con su móvil de última generación a una ambulancia, por supuesto no la toca, no sea que vaya a tener algo contagioso. Así es como llega al servicio de urgencias, inconsciente. De casualidad metió en su bolso blanco el carné de identidad. Le toman las constantes, le cogen la vía y le administran suero glucosalino. Permanece en una camilla, en boxes. Cuando se despierta, se tapa hasta la nariz con la manta celeste, los párpados cerrados la aíslan de un mundo que no es el suyo.
La enfermera se reincorpora a su puesto a las tres menos cuarto de la tarde. Llega con tiempo suficiente para que le cuenten la guardia y el turno anterior pueda salir a su hora, también porque le gusta leerse las historias de los pacientes que le han sido asignados y apuntarse los nombres. Se obliga a llamarlos por su nombre, como quiere que hagan con ella. Hoy le toca en boxes. Cuando lee la historia de la chica del box tres percibe un temblor extraño, ese que nos hace darnos cuenta de que estamos ante una casualidad poco probable. María Pomares Sarmiento. MariPoSa. Ese era el apodo que tenía en el colegio aquella niña risueña, desenfada, más lista que la mayoría, pero sobre todo, la más generosa de todas. Mariposa. Y le vino de nuevo a la mente la imagen de la chica apoyada en la puerta. Se acercó al box. Allí estaba. Con las alas desplegadas, llenas de callos envenenados. Abrió los ojos cuando le dio las buenas tardes. Y entonces, solo entonces, se reconocieron. A la mariposa se le descolgaron dos lágrimas. La enfermera sintió una opresión en el pecho. Le acarició la frente, le cogió la mano en la que no tenía el catéter y, sin saber cómo, empezaron a cantar: ¿A quién le importa lo que yo haga?, ¿a quién le importa lo que yo diga?… Fue la canción que cantaron en Navidad logrando escandalizar a las monjas, las mismas que con tanta ilusión les enseñaron El tamborilero. Las carcajadas de las dos mujeres revolotearon en pleno servicio de urgencias. Igual que aquel día resonaron, en el salón de actos del colegio, las risas de las niñas que fueron.
Relato premiado en el V Concurso de Narrativa y Cuento del Colegio de Enfermería de Las Palmas (2011)
http://www.celp.es/es/servicios/noticias/bfa-quien-le-importan-las-mariposas-tercer-premio
3 respuestas a “¿A QUIÉN LE IMPORTAN LAS MARIPOSAS?”
Mejor. Cada vez mejor.
Infinito.
Gracias Orodsando. Infinito.
¿Qué decirte Raquel? ¡Me ha encantado! Es la segunda vez que lo leo. La 1º fue en el parque «durante la terapia» leí tantos relatos seguidos que no conseguí llegar a ninguno ¿recuerdas? Pero hoy sí. Hoy lo he vivido intensamente hasta el punto de que he llorado… Y me vino bien porque necesitaba dejar salir alguna lágrima que me ahogaba.
Te quiero mucho Richi,¡Eres la mejor! Besitos hermanita.
Con tu permiso comparto tu relato.