Vodka auf den Felsen


Infierno helado¡Cómo pesan estos puñeteros sacos! Me apetecería más sentarme a leer un rato pero corro el riesgo de congelarme, como le ocurrió a Alfred.

Maldito sea el instante en el que se le ocurrió al Führer emprender esta batalla. Nuestro peor enemigo es el frío. Cuando miro a mis compañeros y veo esa capa de hielo moteando su barba, no puedo evitar limpiarme la nariz ante el temor de tener la mía salpicada de mocos congelados.

En el fondo debería estarle agradecido a estos sacos que me permiten estar en movimiento, si no, tal vez tendría ya alguna falange congelada. Aquí viene Hermann a ofrecerme un trago de vodka, probablemente este sea nuestro verdadero salvador: el alcohol. Nos entumece las neuronas, ayudándonos a olvidar que en este lugar no hacemos otra cosa que esperar la muerte. Sonrío al pensar que no le hace falta hielo. Hartos estamos de tantas rocas heladas como para pensar en beberlo en un vaso con dos piedras de hielo. Creo que jamás volveré a beber de esa forma tan estrafalaria, con lo bien que sabe pegar la boca donde otras han estado hace un momento.

A ningún cuerdo se le hubiera ocurrido que saldríamos vivos de estas estepas infinitas y terroríficas. O probablemente ya lo sabía pero le dio igual, al fin y al cabo no somos más que un número en su estadística. ¿Acaso sabe algo ese desdichado?

Aún recuerdo aquellos imberbes que vinieron a aprender sobre estrategia, sobre el manejo de las armas. ¿Cómo es posible que al mismo que se le ocurrió que podríamos entrenarnos juntos, pensase siquiera en enfrentarnos? Los soviéticos siempre fueron más inteligentes, más rápidos. Puede ser este condenado frío el que haya enseñado a su mente a discurrir a mayor velocidad que la nuestra. Tal vez las condiciones extremas a las que se enfrentan cada día, imprima en sus neuronas unas capacidades que los alemanes jamás tendremos.

Sin darme cuenta ya tengo el muro de la trinchera prácticamente listo. Escucho silbar los obuses no muy lejos de aquí. Sé que se acercan, sé que nuestro final anda próximo, sé que mi hija jamás me perdonará por no haber vuelto a casa tras mi estancia en el sanatorio. Y entonces silbo yo más fuerte que ellos para que los chicos no los oigan y no teman nada, para tratar de acallar mis aciagos recuerdos.

“Señor, tiene permiso para regresar a su casa”. Tendría que haber vuelto con la Cruz de Hierro en el pecho, ¿pero cómo abandonar a estos pobres chavales a su suerte? Jamás hubiera disfrutado de una manta caliente sabiendo que ellos morirían de frío si los rojos no se los cargaban antes. Esa ridícula cruz, que tanto pesa, tan inútil en el frente, pero más aún en la retaguardia. Esa  irrisoria cruz que me otorgaron solo por tratar de salvar a los míos, ¿qué menos podría haber hecho? Sé que de algún modo me siento obligado a morir. ¿Cómo demonios fui capaz de dejar que se llevaran a Miriam?, ¿cómo no tuve el valor de huir a su lado, con nuestra pequeña, cuando a nuestro idolatrado Lucifer particular se le ocurrió toda aquella estúpida teoría sobre la raza aria? En el fondo sé que lo hice por orgullo, un orgullo ridículo de no sé qué tradición mal entendida. Ella era la mejor persona que he conocido en mi vida. Ya no importa que fuera una mujer extraordinariamente bella, que con solo una mirada provocaba mi deseo. Era un ser mágico, especial, único. Solo ella comprendía lo que soy, lo que fui, porque ya no soy nada. ¿Cómo cojones fui capaz de dejar que se la llevaran? “A un centro de mejora”, me dijeron los muy embusteros. De camino a las estepas hemos pasado por algunos de esos campos, donde niños y mujeres nos miran con una súplica insoportable en la mirada pero ausente de ira. Entonces yo bajo los ojos, temiendo encontrarme con los suyos, los únicos que me han permitido sentirme un hombre. ¿Cómo pude dejar que se la llevaran?

Tomo un largo trago de la botella que dejó Hermann apoyada en un saco, como cruel testigo de mi pecado.

¡Maldita esvástica! ¡Maldito sea todo lo que representa esta absurda guerra! En el fondo, pienso ahora, cuando ya es demasiado tarde, que el Führer solo busca pasar a la historia como un héroe, no le vale solo con estar en la mente de millones de personas que o bien le odian o bien ven en él a un nuevo mesías. Todo lo hace porque necesita saberse el emperador del mundo. ¡Ojalá no lo consiga nunca! Maldito sea. ¡Maldito enano disfrazado héroe!

Ojalá llegue pronto mi hora, no soy lo bastante valiente como para terminar con mi vida. Ojalá alguno de aquellos que fueron mis compañeros de instrucción, alguno de aquellos que acudieron a aprender de nosotros, me mire a los ojos cuando apriete el fusil. Será la última vez que le vea hacerlo.

A alguno me he encontrado en estos años. El otro día pasamos con el carro de combate sobre el cuerpo sin vida, congelado, de uno de ellos. Vladimir, creo recordar que se llamaba, su cuerpo crujió como una rama seca al ser pisada. ¡Qué poco vale nuestro saco de huesos! Compartíamos habitación durante la instrucción. ¡Fuerte guerra más absurda! Sin duda todas lo son. Al final ¿qué nos diferencia a unos de otros? La lengua, el lugar donde nacimos. Y qué más da. ¿Acaso no es eso una cuestión de azar? ¿No tenemos todos dos piernas, dos brazos, un tronco, una cabeza? Hasta que nos mutilan, claro.

Bueno, y ahora que están todos los sacos bien alineados, permitiendo cubrirnos pero con la altura justa para asomar nuestros fusiles, ¿qué haré para no pensar, para no congelarme, para no volverme loco mientras espero la muerte? ¡Qué ridículo! Realmente lo hago por mis compañeros de batallón, ellos no se merecen morir. Dudo mucho que alguno cometiera el sacrilegio que yo cometí, y si lo hizo no seré yo quien le juzgue. Ahora son ellos mi familia, me he acostumbrado al olor de sus pedos, al hedor de sus sobacos, de su saliva espesa en la comisura de sus labios antes justo de llegar a congelarse, a sus lágrimas mudas. Podría decir que por ellos volví, para dar mi vida por ellos, pero sería un honor demasiado alto para mi espíritu ruin si quiera pensar que lo hice por eso. Jamás hallaré descanso para mi alma cobarde, jamás ninguna cruz me salvará de mis congojas (ni de hierro, ni de madera). Ojalá llegue pronto mi final. Desearía no ver cómo mueren los que ya son mis amigos. Desearía ser yo el primero en morir. Pero quizá deba sufrir hasta el último momento y ahora siquiera imaginar verlos morir, pienso que sería el peor castigo que podría recibir. Sé que no tendremos escapatoria, que este será nuestro fin, que ninguno de nosotros saldrá vivo de este infierno helado. En este lugar ni la sangre de semanas es capaz de coagularse, se queda brillante, de un rojo anaranjado sobre la nieve, como una impronta de color en un lienzo blanco. Tremenda paradoja tanta blancura en el infierno. Solo las manchas rojas, los uniformes oscuros, el marrón claro de los sacos de las trincheras ponen color en este desierto. Y eso me lleva a pensar que yo estoy tan vacío como estos kilómetros nevados. No, mi alma (¿acaso tiene alma un demonio?) se me antoja una cueva de roca al lado del mar pero sin mar. El rebufo de las olas es el sonido de mi amargura, cuando se van me quedo frío, húmedo, solo. Debo de estar volviéndome loco al pensar en el mar entre tanto espanto.

Ruido de bombas que estallan. Se aproximan, debe de estar cerca mi liberación. El último trago de vodka a palo seco. Ojalá sea el último de verdad.


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