No conocía al chico que se me acercó.
Una mirada más, pensé. Una de tantas. No era de aquellas malévolas, criticonas, vigilantes, perseguidoras y acusadoras que me taladraban en la corte. Ni una mirada torva como la de mi suegra. Ni una herida como la de Helena, ni amante como la de Francisco José cuando me ofrecía flores. Tampoco una mirada tierna como la de mi madre, intentando esconder su pena. Ni como la de mi amado hijo; de ojos pequeños, suplicantes, llenos de miedo. Ni como la mirada vivaz de mi querida Valeria, ni siquiera como la entusiasta de mi primo el Águila o la idólatra de mi lector de griego. Se asemejaba más a la de los pobres de los hospicios o a la de los locos de los manicomios a quienes me gustaba visitar.
Por eso no temí al verlo, aunque sentí que se acercaba el final del infierno de miradas inflamadas, lastimeras y reprobadoras en el que mi vida se había convertido. Al fin y al cabo venía a librarme del martirio.
Apareció de repente, de la nada, y clavó el estilete de forma limpia, justo en el centro del pecho. Yo me comporté, por una vez, como se esperaba que hiciera una emperatriz, con dignidad. Por eso subí al barco como si nada, con la esperanza de encontrar la libertad de la mano de la Dama Blanca. La libertad que la vida solo pudo darme durante los primeros años de mi vida. Cuando fui feliz, cuando realmente pude ser la Gaviota, la niña de la Navidad; alegre, aunque tímida, unida a lo que perdura, a lo que permanece majestuoso y sin ruinas, fiel como el bosque o los animales.
Durante mi niñez no se esperaba nada de mí, solo que fuera feliz y yo me empeñaba cada día en serlo. Me sentía como un adorado regalo de Navidad. Disfruté de la dulzura de mi madre, de sus besos, de sus tardes peinando e hilvanando mi pelo como si de un vestido de gala se tratase. Disfruté de las excursiones por los Alpes Bávaros con mi padre, de sus carcajadas en los restaurantes campesinos, de la música que le extraía a la cítara. Como el día que gané mis primeras, y últimas, monedas. Me sentí animada por los ojos alegres de mi predecesor y me subí a una mesa y bailé como bailaban aquellas chicas de colorines y cuando acabé, allí estaban mis monedas. En la corte se mofaron de mí cuando, orgullosa, enseñé aquel tesoro que guardé durante años.
Sé que me creían loca, estúpida, manirrota, infiel, libertina. Pero jamás he sido ninguna de las malintencionadas cosas que han dicho de mí. Solo he aspirado a ser alguien, a ser yo misma, y eso solo lo he logrado en silencio, en soledad, arropada por la naturaleza, por el calor de los perros o de los caballos. Se burlaban porque tenía papagayos a mi lado. Aquellas mentes cortas jamás entenderían el significado que esos seres tenían para mi alma. Sus plumas multicolores me hablaban de lugares lejanos, exóticos, ansiados. Y sus vuelos, dispuestos a la par que ligeros, elegantes y efímeros a un tiempo, eran fiel reflejo de lo que yo deseaba para mi destino. A pesar de estar cautivos, como yo, desairaban con sus vuelos al que creyera someterlos.
Deseaba ser libre como lo era de niña trepando por las laderas, como hacían las cabras cuya leche tanto me gustaba. Libre como lo fui antes de que Francisco José me descubriera. ¡Pobre emperador mío! No era sino un niño manejado por aquella bruja que tenía por madre. Si hubiera disfrutado de una infancia como la mía se hubiera revelado ante tanta estupidez sin sentido, hubiera sido capaz de renunciar a esos deberes que no le llevarían a ningún lado. Podríamos haber sido una familia feliz, retirados en cualquier castillo, con un lago, con rosales arropándolo. Sí, hubiéramos sido felices porque nos amábamos. Aunque él no fuera todo lo inteligente que me hubiera gustado, tenía un corazón limpio como el de un niño. Por eso lo amé desde que nos vimos. No fuimos amigos, eso es cierto, pero nos venerábamos.
Mi verdadero amigo del alma era mi primo Luis. Éramos cómplices de nuestro disfrute de la soledad, de nuestras lecturas infinitas, de nuestras letras inspiradas en los mismos autores. Muchas veces creí que en realidad éramos los protagonistas de alguna tragedia de Wagner o de Shakespeare. Quizá fuéramos seres excelentes, como rezaba Schopenhauer. Seres irreales y etéreos extraídos de algún tiempo que no fue el que nos tocó vivir. Igual que mi amado hijo Rodolfo. Él también vio doblegada su alma romántica por las obligaciones de un imperio al que nunca accedería. Si el hombre de palacio, si aquella arpía, me hubiera permitido educarlo, lo hubiera alejado del ejército y de la Iglesia, y hubiera sido feliz y… me hubiera sobrevivido. Es cierto que la lucha constante en que se convirtió mi vida -lucha por no querer ser la que debía ser, lucha por no ser un personaje de la historia, lucha por querer ser solo la niña de la Navidad; una niña anónima, tesoro solo de su familia- me llevó a querer que el tiempo se detuviera. En eso también coincidíamos Luis y yo, jamás quisimos ser personajes públicos. Ese era el motivo de que recreábamos nuestros juegos de la infancia en nuestras cartas, cuando la vida nos colocó en tronos, en lugares alejados aun estando próximos. Él siempre sería mi Águila. Aunque hiciera tiempo que la locura o los conspiradores lo aniquilaron, cada noche podía conversar con su fantasma. Y yo siempre sería su Gaviota, hasta mi instante final, en el que me quedé para siempre paralizada junto al mástil de aquel barco. Pero ese ansia por detener el tiempo me llevó a querer permanecer eternamente joven; con mi cuerpo esbelto de gacela, con mi cintura minúscula. Por eso rodeé mis estancias de fotografías de jóvenes actrices, porque en aquellos retratos estaban el tiempo y la belleza detenidos. Por eso cubrí mi rostro y no permitía que me inmortalizaran cuando los signos de la edad aparecieron en mi perfil. Muchos creen que mi obsesión por el ejercicio; por los paseos, por la gimnasia, por la equitación, por la esgrima, por la natación, por la pesca, por las cacerías, se debía a un interés insano por mantenerme delgada. Nada más lejos de la realidad. Solo buscaba esos momentos de felicidad extrema que solo el deporte y las artes consiguen arrancar de un alma romántica como la mía. El sumun del disfrute lo obtenía escuchando La Odisea mientras paseaba, en griego, el idioma de los sabios. Un goce parecido lo conseguía durante los viajes. Al menos allí me alejaba de aquellos ojos familiares y quizá por eso los más crueles, los más hirientes. La sensación de ver cosas nunca vistas, de apreciar un olor por vez primera, de escuchar sonidos jamás imaginados, repiqueteaba en mi imaginación creando nuevos versos por sí mismos. Ahí estaba el espíritu de la niña que fui. Por eso era incapaz de estar más de dos semanas en el mismo lugar, porque cuando los sentidos se acostumbran a lo nuevo, el conocimiento nos lo viste de rutina y lo vuelve insípido con su hálito de familiaridad. En la niñez, cada instante, cada pequeño cambio nos impresiona, nos parece genuino y curioso; único. Cada día en el campo o entre los aromas de mi querido hogar -en especial el del papel manoseado de los libros de la gigantesca biblioteca de mi padre- era para mí una auténtica delicia para mis bisoños sentidos.
Creo que eso es lo que siempre he sido y lo único que he aspirado a ser, como el arpa cuando es tocada por unos dedos adiestrados: un instrumento para que el arte lo atraviese y convierta al aire, a la naturaleza, en arte. Solo he pretendido ser eso: alguien que pudiera dedicarse a sentir en plenitud. Por eso fui incapaz de fingir, por eso he sido tan odiada por los que no me conocieron y tan amada por los pocos con los que intimé de verdad. Pero hasta en el momento en el que abandoné mi cuerpo continuaron la batalla, pretendiendo que me revolviera en mi tumba, que mi espíritu continuara vagando sin descanso. Estoy segura de que con ese objetivo decidieron sepultarme en una cripta junto al resto de los cuerpos inservibles ya para el imperio. Ellos sabían de mi deseo de ser inhumada en mi palacio de Corfú. Y si no llegaron a leer mi testamento, el ancla tatuada en el hombro debía darles señales de que anhelaba volar sobre el Mediterráneo, como lo hice tantas veces en vida, atada al mástil del barco durante las tormentas.
Mi alma jamás tendría patria, por más que se empeñaran en lo contrario. Ni aun muerta, ni siquiera enterrada de forma pomposa, lograrían sepultar mis ansias de libertad.
Una respuesta a “Libertad anclada”
Pues a las primeras de cambio me ví metido de lleno en la historia. Y eso, para mí, es muy bueno.
Mi enhorabuena.
INFINITO