Me gusta ver a los niños dirigirse al colegio. Sin prisas, con entusiasmo; como el que se sabe dueño del tiempo, apasionados con cada instante. Bajo el ciprés del jardín acude hoy, como cada mañana, el mosquitero marrón. La teja puesta del revés, colocada al lado del riego, le sirve de bañera y se dispone a realizar su aseo diario. Mi madre me avisa de que también ella está lista. Ya tengo la jarra preparada, le gusta que le eche agua fresca en su escasa cabellera como último enjuague. Dice que así se aviva la circulación, piensa que de ese modo nacerán nuevos pelos donde hace ya tiempo que no crece nada. Termina de arreglarse y por fin se va. Yo regreso a la ventana para verla atravesar la calle, para asegurarme de que se ha ido, para constatar que por fin este tiempo es solo mío. El agua, el verde, el frescor del césped recién regado me ayudan a empezar el día con entusiasmo. Sin duda, para mí estas son las mejores horas. Sola en casa puedo marcar mi propio ritmo, sin agobios ni interrupciones. Miro la ropa en la silla que aguarda para que termine de remendarla. La luz de la mañana es perfecta para la costura. Enebro la aguja con seguridad, es la mejor forma de enfrentarse al ojal; sin miedo, sin temblores en el pulso. Voy acercando los extremos de la prenda, del revés arrimo los bordes con suavidad, como si se dieran su primer beso de enamorados. Compruebo lo bien que me ha quedado la obra, las prendas parecen nuevas. Da gusto levantarse temprano, hacer las camas, remendar la ropa, tener la comida preparada para cuando lleguen los demás. De este modo cuento con unas horas para mí. Saco la caja donde guardo el puzle de La Sagrada Familia. La claridad ilumina cada ficha como anunciándome el siguiente movimiento del engranaje. Poco a poco comienza a verse la escena. Me encanta el modo en el José sujeta al niño. Jesús tiene el pajarillo en su mano y parece estar jugando con el perro, desafiándolo para que lo coja, impidiéndoselo al tiempo. La cara de María muestra satisfacción, es como si fuera su momento de sosiego. Cuando lo termine lo llevaré al convento al que pertenecí. Aún me gusta llevar la cofia, más que nada porque ya casi no me quedan cabellos. Creo que me producía alergia porque los picores resultaban insufribles. Junto con los pelos fueron desapareciendo los picores. Corrí con suerte, mi marido me conoció con ella. Yo estaba encargada de la biblioteca que teníamos abierta al público, quizá por eso sigo amando el silencio, aunque lo cierto es que desde niña adoraba los momentos de vida contemplativa, quizá por eso pensé desde jovencita que mi destino estaba dentro de un convento. Hasta que le conocí a él. Cuando descubrí las extrañas sensaciones que su mera presencia despertaba en mi ser, supe que aquello no debería sentirlo una monja. Al principio no le di importancia, porque el pecho se me llenaba del mismo modo que lo hacía cuando rezaba. Pensé que era una mezcla producida por el silencio del lugar, por la pasión que las letras ejercían sobre mi espíritu, por el reconocimiento de ver a otro ser humano sentir la misma extraña reverberación en su interior ante la lectura. Cuando descubrí que ansiaba estar a su lado, que contaba las horas hasta verle aparecer, que no conseguía concentrarme ni un minuto en los rezos, que rememoraba cada segundo vivido a su lado, supe que estaba perdida, que había equivocado mi vocación. Reconocerlo, salirme del convento, suponía renunciar a mi puesto en aquella bendita biblioteca, al olor a la sabiduría que emanaba de los textos, quizá incluso, a no volver a ver a aquel hombre que despertaba en mí aquellas extrañas emociones. Pero siempre he sido una mujer consecuente, y de ese modo actué. Él me veía triste y meditabunda, como nunca me había visto hasta entonces, y se atrevió a preguntarme el motivo. Le conté que debía renunciar a mis votos y a todo lo que ello suponía. Él comprendió enseguida, posó su mano en la mía sin temor y me dijo que me estuviera tranquila, que él llenaría nuestro hogar de estanterías que iríamos ocupando con el pasar de los años y que siempre me regalaría momentos de soledad y reflexión. Así ha sido, ha ido cumpliendo, una a una, cada promesa. Pero equivoqué mi camino. Era demasiado joven. Sentir emociones intensas era nuevo para mí. Debí permanecer en aquel lugar el resto de mis días. No es el hombre que imaginé. Es inteligente, cariñoso con los niños, detallista con mi madre, apasionado cuando quiere, pero también es muy severo y parece cargar con una insatisfacción perpetua. Nunca nada está a su gusto, jamás sabes qué decir para no contrariarle. He descubierto que a pesar de amarle con todo mi ser, su mera presencia me desasosiega. En pocas ocasiones está como cuando lo conocí, y he de reconocer que esos momentos resultan sublimes, pero son descorazonadamente escasos. Soy una persona consecuente. “Con la cuchara que eliges, con esa has de comer”, dice siempre mi madre, y aquí seguiré, aunque mis entrañas se marchiten por dentro. Al menos cuento con esta luz, con esta paz; a ellas me aferro como única salvación posible.
La claridad de la mañana cincela en mi alma la calma que tanto ansié. Por eso adoro estos momentos, porque son solo míos, porque nadie me impide estar en paz; nadie me juzga, nada se espera de mí. Solo ahora me siento como el alegre parajillo que busca el refresco del agua. Libre, sereno, sin más preocupaciones que vivir.