En un pequeño país, en el extremo más occidental de Europa, vivían tres hermanos. Se trataba de tres cerditos casi de la misma edad, muy parecidos físicamente pero de muy distinto carácter.
Era época de bonanza.
El más pequeño y perezoso de los tres, dejó los estudios antes de graduarse y se puso a trabajar de peón en la construcción. Ganaba mucho dinero y el trabajo le sobraba. Utilizaba los materiales de peor calidad del mercado y, como le apremiaban los encargos, siguiendo las instrucciones de su patrón, trabajaba rápido y mal.
El segundo hermano era algo más aplicado. Terminó una diplomatura y pronto comenzó a trabajar. A los pocos años, aprobó unas oposiciones y sacó plaza de funcionario. A pesar de tener un sueldo fijo y seguro, tuvo que pedir un préstamo al banco porque el precio de las casas era desorbitado. Se compró un chalet en el campo y le sobró dinero para poder amueblarlo.
El hermano mayor terminó una licenciatura pero nunca ejerció. Desde muy joven se metió en política y siempre ocupó puestos de poder. Le regalaron un dúplex en la zona alta de la ciudad. No necesitó comprarse un coche; tenía un Mercedes con chófer en la puerta siempre a su disposición. Como él se ponía su propio sueldo, comía gracias a las dietas o las invitaciones, le regalaban trajes y viajaba gratis en primera clase, fue ahorrando mucho dinero en una cuenta en un paraíso fiscal. Manteniendo un alto tren de vida, con sus hijos en colegios concertados y con un buen seguro de salud privado, su asesor le conseguía que la declaración de la renta le saliera a devolver; engordando así su cuenta en Suiza, por si se torcían las cosas. Y así ocurrió.
El lobo feroz de la crisis azotó el Continente. Los países que se creyeron ricos, porque vivían haciéndole el negocio a las inmobiliarias y a los bancos y malgastando subvenciones de la comunidad, descubrieron que nunca habían dejado de ser pobres.
Al primero que sacudió la crisis fue al pequeño. La burbuja inmobiliaria le estalló en la cara. Ya no le salían ni pequeñas chapuzas; la gente estaba sin blanca y muy asustada. Los bancos se declaraban insolventes para que los rescataran los estados. Se apuntó al paro, aunque la mayoría de los trabajos que había hecho los cobró en dinero negro. No había podido ahorrar, la hipoteca se lo llevó todo y cuando el Euribor sopló y sopló, se llevó hasta su casa. Corrió a refugiarse con el mediano.
Al principio, al segundo, la crisis no pareció afectarle. Mantenía su empleo pero le fueron recortando el sueldo, una y otra vez, y pagaba cada vez más impuestos. Sus hijos iban a colegios privados, era honrado y, por su nivel de renta, no conseguía la puntuación para acceder a los concertados. Terminó sin poder pagarlo. Si antes trabajaba por tres, ahora debía hacerlo por diez. Su salud se resintió y cuando sopló el copago sanitario le sangró la úlcera de estómago al no poder comprar protectores gástricos. Cada día sus ropas estaban más ajadas y él más demacrado. Tuvo que coger dos bajas de menos de diez días en dos meses consecutivos y se vio con la carta de despido bajo el brazo tocando en casa de su hermano el mayor.
El cerdito político, después de ocho años en la oposición, había vuelto al poder gracias a la fe de los desesperados; gracias a sus mentiras electorales, el huracán de la crisis sopló y sopló y le colocó de nuevo en lo más alto. Abarató despidos favoreciendo a sus amigos empresarios. Rescató a los bancos afianzando relaciones interesantes. Por el bien del país, se trajo su dinero de Suiza gracias a su aprobación de una amnistía que le resultó muy ventajosa. Su ambición no tenía techo; se sentía el rey de los cerdos.
Cuando sus hermanos le pidieron asilo, se le presentó una ocasión ideal para lavar su imagen y a la vez despertar admiración en el quinto poder; a los que ya había engoado con el retroceso en los derechos de las cerditas y de los homosexuales, pero esto era un claro ejemplo de su caridad cristiana.
Antes de abrirles la puerta les recordó lo que siempre les había repetido: “Partirse el lomo trabajando y no hacer trampas para enriquecerse, solo puede conducir a la miseria”.
El lobo había empezado por asomar las orejas y terminó por enseñar los colmillos. El huracán de la crisis sopló dejando a los pobres más pobres y a los ricos más poderosos; muchas casas vacías propiedad de los bancos y a muchos cerditos en la calle, indignados.
NOTA: En su día puse solo el enlace al blog del taller gracias al que nació este texto porque así me lo pidieron pero como sé que a veces da pereza seguir los enlaces y me temo que el tema seguirá de actualidad durante tiempo, lo retomo de nuevo.