Hoy ha sido un día especialmente difícil en casa.
Volví a fumar hace ya casi seis años. Desde entonces lo he hecho a escondidas de mis hijas. Primero porque no quiero ser un mal ejemplo para ellas y segundo porque siempre he pensado que lo dejaría antes de que tuvieran la conciencia suficiente para descubrirme. Sin embargo, veía como pasaban los años, mis hijas son lo bastante listas como para que la tarea del engaño sea un imposible. Hace años que me lanzan preguntas:
—¿Por qué llevas siempre tabaco y mechero en el bolso? Es que me asusto.
—Por si alguien lo necesita.
—¿Por qué hay colillas en el cenicero del balcón?
—Serán de cuando viene tu tía a casa.
—¿Por qué sales tanto al balcón y te encierras con llave?
—Porque necesito tomar aire de vez en cuando, cinco minutillos.
—¿Por qué huele tan mal? ¿No te huele como a fuego o a tabaco?
—Será algún vecino que habrá encendido la barbacoa, la chimenea o que estará fumando.
Pero hoy, Leire, cuando yo estaba en el balcón me preguntó que qué hacía. Le dije que me dejara, que necesitaba cinco minutos de tranquilidad. Cuando entré me dijo:
—Que sepas que eres la sospechosa número uno.
Me senté con ellas en el salón mientras jugaban.
—Mamá, ¿tú antes fumabas?
—Sí.
—Y ahora, ¿fumas?
—Sí, de vez en cuando. Intento hacerlo poco porque es malo.
—Ya lo sabíamos —aseguró Marina. Pero hubiéramos preferido no saberlo.
—Yo no quería que lo supieran para que no se preocuparan y porque pensaba ser capaz de dejarlo pronto pero no he podido.
Entonces fue cuando le expliqué que dejé de fumar desde que me quedé embarazada de ellas y que volví una noche en vela, mientras Marina estaba con la válvula cerrada y una hipertensión craneal galopante que los médicos se negaban en reconocer porque lo escáneres estaban bien (no con estas palabras, claro), a pesar de que la niña llevara tres días vomitando del dolor de cabeza, a pesar de la infusión continua de Nolotil, a pesar de que la clínica se iniciara desde el mismo momento que subió de quirófano.
Pero la conversación más difícil se produjo por la noche con Leire. Lleva semanas dándole vueltas al tema y preguntando de forma insistente. Unas compañeras del colegio, que han descubierto el secreto de los regalos de navidad, se han empeñado en quitar la venda de los ojos a los que aún conservan la ilusión. Cuando me han preguntado mis hijas, les he dicho que es una cuestión de fe, que si esas niñas no creen deberían de dejar en paz a los que todavía lo hacen. Que cuando otros niños les hablen de eso les digan que las dejen en paz, que ellas no tratan de convencerlas a ellas, que si ellos no creen al menos les permitan a ellas tener ilusión. Que yo sigo creyendo en la magia. Que como van a venir los abuelos a ponernos regalos a nosotros.
Marina lo tiene claro porque todos los veinticuatro de diciembre o los cinco de enero duerme con el padre o conmigo. ¡Cómo vamos a ser los padres si dormimos con ella! Además, ella conoce a Melchor, es el vecino del sur y no ha cambiado nada en estos años. Me pregunta, eso sí, que porqué hay diferentes reyes magos. Yo le contesto que como son invisibles al hacerse visibles para las cabalgatas no siempre adoptan la misma forma.
Pero sobre todo Leire, la más lista y racional de las dos. No se ha quedado satisfecha con las respuestas y empieza a asociar acontecimientos. Los regalos se los puedo poner yo a papá y él a mí, no haría falta que vinieran los abuelos a ponérnoslos. Ponen demasiados anuncios en la tele de juguetes, colonias. Los mayores hacen más compras en estos días.
Se ha pasado el día llorando y sin poder dejar de darle vueltas al temita. Sobre todo después de la revelación de la mañana y esta noche pasó lo siguiente:
—Mamá, tú eres la persona en la que más confío… y claro… no me habías dicho la verdad… Me pregunto si no solo me engañabas con lo de fumar.
—Leire, entiende que todo lo hago por el bien de ustedes. No quería engañarles pero tampoco quería que supieran la verdad.
—Ya, pero hay niñas en clase que dicen que sus padres les han dicho que son ellos, ¡hasta el que el año pasado era nuestro profesor se los ha dicho!
—Leire, yo sigo creyendo en la magia. Yo solo sé, que pongo los zapatos por la noche y al día siguiente hay regalos. Lo importante de la navidad es la ilusión: estar en familia, cantar villancicos, creer.
—¿No me engañas, verdad?
—¿Quieres saberlo de verdad? Piénsalo. No te pasará como con el tabaco que creías saberlo pero no estabas segura y preferías seguir quedándote con la duda.
—No me digas eso —cogió a un papa noél de plástico para abrazarlo durante el llanto.
—Prométeme que tú no nos pones los regalos.
—No te lo puedo prometer. Tú quieres seguir creyendo, es mejor que no preguntes lo que en realidad no quieres saber.
—Eso es que sí, esto es horrible, es lo peor que me ha pasado nunca.
—Leire, yo aún recuerdo el nombre de la niña que me lo dijo cuando era pequeña. Todos hemos pasado por lo que tú. Mil preguntas. Sospechar pero no querer saber la verdad. No pierdas la ilusión. No preguntes si no estás preparada para la respuesta. Y sobre todo, no seas nunca como esas niñas que se han empeñado en que perdieras la fe. Tienes que proteger la ilusión de los demás: de tu hermana, de Lía, de Alejandro.
—Es horrible, es horrible, tengo que irme a llorar, necesito llorar.
—Llora, cariño. Yo estaré aquí si me necesitas y siempre será así.
Al rato volvió.
—Es verdad, mamá, aunque no puedo dejar de pensar en ello prefiero no saberlo.
Una respuesta a “SOSPECHOSA NÚMERO UNO O ESAS PREGUNTAS DIFÍCILES”
Sí, Leire, una sabia decisión: no preguntar lo que no se quiere saber… ¡Feliz Navidad!