Como laberintos tatuados, las huellas de las baldosas en las palmas. El frío del suelo. Las papeleras grises. La arena que colábamos en el recreo, con un calcetín o con la rebeca roja. Las piedrecitas blancas que nos quedaban, el fino polvo tamizado que repartíamos al canto de: ¿quién quiere arena colada?  Y así generación tras generación.

Loli, Luisi, Juani: mis primeras profesoras.

Cristina, Laura, Nela: mis mejores amigas.

Juegos y soledad. Risas y llanto.

Desconsuelo tras las burlas. Carcajadas entre lágrimas.

Y cuando menos la esperaba, aparecía.  Mi hermana, siempre radiante, me protegía con un abrazo. Mi hermana, con su maraña de rizos al viento, siempre acogedora. Mi hermana, de sonrisa tan amplia como el arcoíris. Mi querida hermana.

Olor a cebada. El sabor a limón de las trebolinas. Labio partido. La tierra mojada. Hambre de palabras. Los dedos torcidos. Lluvia en los cristales. Las burbujitas del redoxon cuando lo chupabas. Balón de baloncesto. La molestia de los leotardos entre los muslos. Amaneceres desde la guagua. La mano siempre levantada. Vacunas en la enfermería. El cielo y el mar. Olor a comida.

Ir siempre de brinco en brinco al bajar la cuesta de alquitrán o las escalinatas. Ser incapaz de andar. Preparar comidas imaginarias con las bolitas rosas que caían de los árboles, con palos, con hojas. Calmar la sed con el agua helada de los chorros de piedra.

Desde las canchas, entre rejas y a lo lejos, la ciudad; bajo el mar, como un puzle de rombos imposible. Allí mi casa, allí mi madre. Mi mayor temor: no encontrarla al regresar.