Esta mañana me fui de la oficina con un fuerte dolor de cabeza. Llevo pocos días en la ciudad. Mis padres, ya ancianos, están amenazados de embargo y tuve que venirme porque en La Aldea no encontraba trabajo. Con treinta años, ya iba siendo hora de buscarme la vida. Si soy sincera, debería añadir que también necesitaba independencia. Podría parecer un acto de cobardía abandonarlos en este momento. Lo es. Me siento culpable. Por eso, al ver sobre el escritorio los cuarenta mil euros, no pude evitar meterlos en mi bolso.
Justo en ese momento sonó el teléfono. Era mi compañero. Es un tipo raro pero me gusta. La semana pasada, recién incorporada, me contó que se había comprado un tamiz gigante. Lo colocó en el centro del salón, en el lugar que antes ocupaba una mesa de centro. Pasa todo el día fuera; por la mañana trabaja en la mesa que está junto a la mía y por la tarde, en el despacho de su primo. Al llegar a casa por la noche, enciende la televisión; él la llama su mejor compañera. Aquel rectángulo que desprende luz y sonido, tiembla de placer cada vez que pulsa un botón del paralelogramo que descansa en su regazo. Sí, sí, con estas palabras describe su mundo. ¿Es raro o no? Pero es encantador. Dice que se nutre cada noche de ese aparato que le da la vida. Pasadas unas horas, cuando tiene las neuronas anestesiadas por completo, se levanta del sofá, desenchufa el artefacto y comienza su tarea nocturna: pasar por el tamiz su amada tele. Si se ha atiborrado con discursos políticos, al día siguiente, tras una noche en vela tamizando gestos prepotentes y palabras engañosas, se despierta con la nariz más larga de lo habitual y un aroma a madera inconfundible. Incluso, si te fijas con detenimiento, parece que sus extremidades estuvieran sujetas por unos hilos invisibles. Si la noche anterior sintonizó un canal en el que ventilaban los trapos sucios de cualquier famosillo, por la mañana, acude a la oficina con un sombrero de paja, desaliñado y con olor a huerta abandonada. No pude descifrar a quién me recordaba hasta que volví a ver, por casualidad, la imagen de aquel Espantapájaros siguiendo el sendero de baldosas amarillas.
El limpiaparabrisas no da abasto. Voy a veinte por hora. Esta carretera es lo peor de lo peor, si se te ocurre mirar hacia abajo te quedas paralizada. Somos ciudadanos de segunda y europeos de tercera o cuarta. No tenemos derecho ni siquiera a una carretera en la que no pongamos nuestra vida en juego si queremos salir o volver, como yo hoy, a La Aldea. No me extraña que hasta nuestro acento sea distinto al del resto de los isleños. Estamos en una isla dentro de la isla; completamente aislados aunque tengamos carretera. ¿De qué nos sirve si los días de lluvia nuestro coche se convierte en el blanco perfecto para los pedruscos que caen al asfalto como meteoritos?
Fue una suerte que llamara justo cuando estaba a punto de salir por patas. Me notó nerviosa, le confesé que no aguantaba más entre aquellas cuatro paredes, le dije que me dolía la cabeza pero, por supuesto (no tenemos tanta confianza), no nombré los cuarenta mil. Llamaba para despedirse, le caigo bien, eso me dijo. Menuda casualidad (¿existen las casualidades?), acababa de comprar una casa rural en la carretera de La Aldea. No me cobraría nada, podría quedarme allí hasta que se resolviera el asunto de mis padres y, si quería, podía echarle una mano con las reformas. No lo pensé dos veces.
Llegué al anochecer. Había colgado un cartel: Hotel rural el Motel de Bates. No sé a qué se debía el nombre, puede que le gustara jugar al béisbol. No tuve fuerzas para preguntárselo. Estaba muy guapo y me trataba con una cortesía inusual. Me ofreció la habitación número diez, me dijo que era la mejor. Salí al porche a fumarme un cigarrito antes de acostarme. El cielo tiene más estrellas en este lugar, es como si pudieras lanzarte y bucear en él.
Tras las cortinas, en el piso alto de la casa contigua, difuminada por la tromba de agua que caía sin pausa, me pareció ver la sombra de una anciana en su mecedora.