Camino con una mano en el bolsillo y con la otra balanceo la carpeta al ritmo de mis pasos, hacia delante y hacia atrás, una y otra vez. La mirada fija en la punta de mis zapatos. Mi mano, en la oscuridad del bolsillo, se encuentra con un pañuelo húmedo y arrugado, cruzo al otro lado hasta llegar a la papelera de hierro negra y me deshago de él. La avenida tiene encendidas sus farolas modernistas, su luz amarillenta casi no alumbra, se difumina entre la neblina. Busco en el cielo mi estrella preferida pero unas gotitas finas e incansables mojan mis gafas y lo vuelven todo borroso. Es martes y son casi las ocho de la noche, hay muy poca gente en la calle, a mi lado pasa un grupo de jóvenes que ríen y hablan de los complementos que han comprado para sus disfraces. Me paro delante del escaparate de unos grandes almacenes y me topo de frente con un reflejo: una mujer con los ojos rojos, el rímel corrido, sus rizos mojados sobre el abrigo, abrazada a una carpeta y con la sonrisa borrada tras la bufanda.
Hace unos días, en el trabajo, me encontré con el suplemento cultural de un diario local. Alguien lo había sacado del periódico y lo había dejado por descuido, bendito descuido, en la mesa donde suelo ponerme con el ordenador. Llamó mi atención su foto, en primera página, como protagonista que era de todos los reportajes. “Dolores Campos-Herrero: su amplia trayectoria como periodista y escritora”, abría así el titular. Me apropié de las cuatro hojas de periódico abandonadas y, ya en casa, devoré cada palabra, cada anécdota contada por sus amigos, por sus alumnos, por sus compañeros de profesión.
Lola era una mujer pequeñita, de melena corta, lacia y pelirroja, de tez fina, subida en un alza una de sus piernas, perceptible solo por una leve cojera (secuelas de la polio –me dijo en su día) y siempre con un libro o una libreta y una pluma en la mano. Recuperé de la estantería los cuatro libros dormidos que me dedicó con un “Para Raquel, con cariño: Lola”. Un día, probablemente de los últimos de su vida, apareció con ellos en la sala de tratamientos: Esto es para ti –me dijo, sin darse ninguna importancia, con su voz rota y apenas audible que luchaba por salir de su eterna sonrisa coquetamente pintada.
Miro el reloj, debo dirigirme ya a la sala de Ámbito Cultural si no quiero perderme la presentación de su libro póstumo. Me limpio las gafas y me paso los índices por cada párpado inferior. A partir de ahora voy a estar más atenta, no desaprovecharé las oportunidades que la vida me preste de conocer en profundidad a personas como ella, tan trabajadora, tan humilde y generosa –me digo mientras camino despacio arrastrando los pies. El tiempo no está en mis manos pero debo aprovechar cada segundo para aprender a hacer lo que realmente me gusta. Absorta en mis pensamientos entro en la sala dispuesta a ser ilustrada por los entendidos acerca de ella: “Lola nunca morirá, fue capaz de quedarse con nosotros a través de su obra…”, ya comenzó la presentación. Mientras me voy desprendiendo del abrigo negro y la bufanda, mientras busco el boli, pongo la carpeta sobre las rodillas y cuelgo el bolso en el brazo del asiento, no consigo borrar de mi mente la sonrisa menuda de Lola. Y sonrío, ahora también yo, al darme cuenta de que dentro de poco, mis hijas, leyendo sus cuentos, podrán igualmente conocerla.
Escrito el 08 de febrero de 2010