Historia de un balde y de su amigo campeador


Mis recuerdos se inician cuando me encontraba en una estantería junto a mis semejantes, en una tienda de los “chinos”. Nos distinguían los colores, la calidad, los tamaños e incluso alguna variación leve de forma. Algunos había con el escurridor complejo (y por tanto más eficaz). Mi escurridor era sencillo, de los de quita y pon, con forma de tricornio. A duras penas era capaz de escurrir bien la fregona si estaba muy empapada.

Me eligió un chico con cara de ocupado, pero sobre todo de preocupado. Llevaba un carrito doble cargado con mil bolsas en los manillares. Sentados en sus respectivas sillitas, se encontraban, una niña con coletas y un niño casi clavo. Sentí alivio cuando decidió rescatarme de aquella estantería atrapapolvo. Me sentí feliz (aunque todavía no sabía lo que era la felicidad, esa que solo Lucas podría darme años más tarde).

Aunque pueda sonar raro, la familia que me acogió estaba formada por las tres personas que me rescataron de los chinos. El hombre casi no tenía tiempo para el descanso y, mucho menos, para pensar en algo parecido a un hobby. Él fue mi dueño principal durante los primeros tiempos.

El agua salía helada al principio, aunque el hombre afanoso abriera la caliente, tardaba siglos en templarse a penas un pizco. No usaba fregasuelos. Se limitaba a echar unas gotas de champú de los pequeños y un generoso chorro de lejía. Por aquel entonces los niños todavía gateaban y apenas eran capaces de ponerse de pie agarrados. Por eso el hombre se esmeraba en tener la casa lo más desinfectada posible. Cosa difícil con aquel conejo blanco de ojos rojos danzando libremente y llenando de pelusas los rincones. Tanto me usó y tan humildes eran mis orígenes, que inevitablemente, pronto apareció una raja en mi base, haciéndome inservible para contener líquido alguno. Pero puedo decir que tuve suerte, mis días no terminaron ahí, revuelto entre otros plásticos en el contenedor amarillo.

Lucas (ese era el nombre del niño calvo) vio en mí un alma aventurera y pronto supo que en realidad yo había nacido para guerrero. El palo de la fregona, partido a la mitad, era su espada, y yo, su orgulloso casco de escudero. Así fue como me llevó con él a conocer los confines de su huerta. Incluso llegué a visitar, inmerso en sus locuras, la casa de algún vecino.

Fueron los años más felices de mi existencia y, probablemente, también los de la vida de Lucas. Parecía un niño sano y fuerte porque su energía vital era mayor que la de cualquier humano que pude conocer en mi malograda vida. Pero Lucas estaba enfermo. Ingresaba con frecuencia durante meses para recibir unos líquidos por vena a los que el padre llamaba “la quimio”. Me prometió que se iba a poner bueno, aunque tras cada ingreso volvía con menos pelo, más pálido y cansado. Por aquel entonces hacía tiempo que habían hecho desaparecer al conejo, pero como yo no ayudaba a limpiar, casi ni lo había echado en falta. El padre se volvió cada vez más descuidado, dejaba las cosas tiradas al tuntún. El desorden aumentaba a la misma velocidad que se le hundían las ojeras.

La última batalla que libré con Lucas fue en el patio, ya no le permitían pisar la huerta (creo que tampoco hubiera podido ir tan lejos). Y aquí me quedé, debajo de esta mesa donde han puesto calabazas. Es cierto que el bidón negro me hace compañía pero es un aburrido que no sabe nada de la vida.

El padre regresó algunos días con la niña presumida. Cuando me miraban lloraban desconsoladamente. Fueron incapaces de rescatarme de este rincón abandonado. Poco a poco fueron sacando de la casa todas sus pertenencias. Yo suplicaba para que un huracán me pusiera en medio de su camino, para que me llevaran con Lucas o, en su defecto, para que la princesa de las coletas quisiera convertirse en heroína o guerrera. Pero nadie escuchó mis ruegos y aquí me quedé, de nuevo pillando polvo; viejo, roto y descolocado. Sumergido en el recuerdo de mi amigo el niño campeador.

Escrito el 29 de diciembre de 2014

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