Me pediste, querida hermana, un regalo para tu cincuenta cumpleaños. Entonces no estaba preparada. No era capaz de abordar una tarea tan importante como esta. Había vuelto al dique seco y no era capaz de sentarme a escribir. Todo pasa. Me he recuperado y he rescatado la pasión, entonces aletargada, que me mueve en la vida. Así que aquí estoy, tratando de hacerte un homenaje digno de tu valía.
No podría entenderse mi vida sin la tuya. Has sido mi maestra, mi compañera y mi mejor amiga.
Sufrí tus ausencias: La Laguna, Palencia, La Palma, Reyes Católicos, Plazoleta de Perón. De mayor a menor, en orden inversamente proporcional a mi edad.
Mis recuerdos han sido mantenidos por las fotos (Trini, siempre empeñada en inmortalizar los instantes de la vida), por lo que me has contado o te he escuchado contarle a otros. Lo que sí tengo claro, es que gracias a ti (yo, con mi memoria de mosquito) conservo gran parte de ellos.
Recuerdo cuando dormíamos en la habitación de las colchas verdes y me contabas cuentos si el sueño no me llegaba.
Recuerdo las Noches de Reyes; mi corazón golpeando al ritmo de los pasos de los camellos, el ruido de los papeles de regalo en la lejanía y tú sin venirte a la cama.
Recuerdo el orgullo y la alegría que sentía cuando te escuchaba llamarme en el cole: ¡Richi, Richi!
Recuerdo tu amplia sonrisa de dientes descolocados iluminando mis mañanas; sonrisa para mí perfecta.
Recuerdo tu larga melena enmarañada a medio recoger; y tus vaqueros, y tus camisas, y tus cigarrillos a escondidas, y tu ventolín como una extensión de tu mano.
Recuerdo la legión de amigas que iban desfilando por casa, como si de hermanas adoptivas se tratara (Marisa, Manuela, Luisi). Tantas, tantas.
Recuerdo las excursiones a las que me llevabas, las tardes en Arinaga o en casa de alguna de tus amigas.
Recuerdo los almuerzos o cenas a base de bocatas.
Recuerdo verte escribir en libretas, tus dibujos, tus colorines. A veces, incluso, me leías alguno de tus escritos o me regalabas algún dibujo. Para mí eras la mejor escritora del mundo, la mejor pintora. La mejor, la mejor. Y no entendía porqué tú te empeñabas en menospreciarte, porqué te sentías fea, demasiado rebelde o incapaz.
Recuerdo las visitas al campo con la familia Luján. Los cánticos en el coche, las fotos inverosímiles.
Recuerdo las visitas de Carmelito, tu gran afecto por él. A mí me daba un poco de repelús pero también lo quería mucho, era mi padrino. Recuerdo el duelo prematuro.
Recuerdo cómo te hacías la borrachina si te tomabas una cerveza o un poco de sidra en Navidad.
Recuerdo los Veinticuatro que me llevabas a los conciertos de Mestisay.
Recuerdo tus excusas cuando yo preguntaba por la naturaleza mágica de Papá Noel o de los Reyes Magos. Recuerdo tu consuelo cuando descubrí la verdad. Y recuerdo haberme sentido profundamente traicionada porque yo confiaba en ti plenamente y me habías tenido engañada.
Recuerdo los muros infranqueables de puertas de cuartos cerrados. Cerrados para preservar la intimidad necesaria en aquella adolescencia extraña que yo no podía entender.
Recuerdo tus manitas venudas y tus dedos sangrantes de padrastos mutilados. Los recuerdo pellizcando cuerdas de guitarra. Y tantas canciones de Pablo y de Silvio que me dejaste en herencia. Y aquellas tardes en la R.I.E. luego en la J.E.R. Y aquellos ensayos para el Coro de la iglesia.
Recuerdo aquellos sábados y domingos caminando hacia Vegueta, y aquellos regresos en los que nos llamaron “El Pulga y el Linterna” (porque yo crecí mucho y tú no tanto).
Recuerdo tus cabreos cuando se pensaban que yo era la hermana mayor.
Recuerdo aquellos viajes en guagua.
Recuerdo aquellos veranos fríos, o bajo la panza de burro, en la Playa de Las Canteras (y yo deseando ir al Sur donde el sol me esperaba). Días enteros en corros siempre con música de guitarra o jugando a las cartas. Recuerdo que mis primeros amigos de fuera del colegio fueron los tuyos, tus amigos, antes de tener los míos propios. Yo: “la hermana de Trini” y siempre orgullosa.
Recuerdo tus primeros amores, todas mis ensoñaciones amorosas, mis pequeños problemas que siempre compartía contigo (tú conmigo solo los que querías, para eso eras la mayor).
Recuerdo tus risas y mis llantos. Tus llantos y mis risas. Siempre compartidos, siempre compartiendo.
En el fondo has tenido siempre alma de payasa. El objetivo de tu vida ha sido siempre hacer felices a los demás. Sin preocuparte por lo más importante: ser feliz tú. Tras tu sonrisa yo veía esos ojillos tristes que trataban de ocultar tu vacío, tu inconformismo, tu necesidad de afecto insatisfecho. Siempre líder, siempre buscando una atención que rellenara con pegotes tu profundo deseo de sentirte querida, apreciada; sin conseguirlo, porque nunca te has valorado lo suficiente, porque tarde has entendido que si no te quieres mucho no puedes apreciar el amor de los demás. Nunca será suficiente.
Recuerdo la canción de la “Muñequita fea” que tanto me cantabas y ahora pienso que era tu himno, que en el fondo así te sentías. Tal vez por eso (y muchas cosas más que no vienen al caso) siempre fui una niña triste y pensativa. Quizá por eso, me inventaba historias que compartía con los perros en caminatas solitarias. Tal vez por todo eso siempre quise ser escritora.
Recuerdo la sensación de orfandad que me invadió durante tu destierro a La Laguna. Destierro que yo no entendía, porque era muy pequeña para que me explicaran ciertas cosas. Y la alegría de irte a visitar. 101. Todavía queda alguna toalla danzando por casa con ese número bordado. Cesaron por aquel tiempo las discusiones con mamá (básicamente porque no estabas), pero las que tenía el matrimonio no han cesado jamás y yo siempre estaba allí (como estuviste tú y Jose durante algún tiempo). Allí estaba: en medio, sufriendo, sin tu consuelo, sin tus distracciones, sin tu salvación.
Siempre fuiste mi faro, mi fortaleza. Una mujer tremendamente generosa, vitalista, utópica, cariñosa. Una madre coraje infatigable. Una amiga excepcional; la mejor posible. Una niña alegre, tozuda, mimosa. Eres como las florecillas de los cáctus, capaz de iluminar los desiertos. En el fondo de tus ojos, de tu enorme sonrisa, está la necesidad de sentirse querida, la necesidad de reposo, de que la vida te trate algo mejor de lo que lo ha hecho. Pero al mismo tiempo capaz de estar agradecida por todo lo bueno que te otorga cada día.
Ahora, en la madurez, has conseguido quererte, respetarte, saberte fuerte: el amor de tu vida. Siempre, siempre, has estado a mi lado: con tu amor incondicional, con tus abrazos de osa. Solo he tenido que silbar para que vinieras en mi auxilio. Me siento muy afortunada. No podría haber tenido una hermana mejor. Yo sin ti no sería quien soy.
Te quiero, mi pequeña gran hermana.
2 respuestas a “Trini”
¡Qué regalo más conmovedor! Gracias por compartirlo. Si tuviera una hermana, quisiera que fuera como Trini o como tú, Raquel. Un abrazo enorme para ambas y muchas felicidades por los 50, Trini. ❤
Hace dos años de su 50 cumpleaños, Adela. Pero yo no estuve preparada para hacerlo antes.
Gracias por desear tener una hermana como nosotras. No somos perfectas, ¡Ni mucho menos! Pero como dice mi hija Leire: La buena gente somos así;tenemos defectos. 😉