En aquella isla solo se admitían linternas. Las velas, los faros, las lámparas, tenían las fronteras cerradas; habitaban otras islas de aquel archipiélago. Como jaulas desperdigadas en las aguas: territorio fragmentado en el océano.
Había linternas que miraban siempre al mar, que buscaban horizontes donde nacía el infinito. Linternas que se creían inferiores, que creían que lo mejor siempre viene de fuera.
Había linternas que solo dirigían su mirada hacia el interior de la isla, que rechazaban cualquier idea externa; pensando que la luz adecuada solo podía emitirla una linterna.
Había también, como no, unas pocas linternas avispadas que a ratos buscaban en el mar y a ratos en las montañas; que sabían que en la diferencia se encuentran los mejores matices. Solo estas últimas alcanzaron la felicidad. Solo ellas podían alumbrabar con luz propia.