Podría haber ido caminando, como siempre, pero su personaje hacía el recorrido en guagua. Necesitaba sentir lo que él sentía para ser capaz de darle vida.
Los lunes, la guagua número dos en dirección a la Alameda de Colón iba de bote en bote. La parada del Obelisco era la más solicitada. Su cercanía a los institutos y a la Facultad de Humanidades la convertían en el destino predilecto a aquellas horas. Todavía si fuera viernes irían más vacías. Desde que se implantó en la ciudad la costumbre de salir los juernes, los viernes parecían sábados. Pero no, hoy era lunes, un lunes corriente. De esos que la mayoría detesta y solo unos pocos anhelan. A él le gustaban los primeros días laborables de forma especial. Durante el fin de semana no veía a Lara. El inicio de semana suponía para él el reencuentro con su platónico amor. Su compañera de oficina era lo más parecido a la mujer ideal. Pero jamás se atrevió a dar el paso. Mientras ella estuvo casada ni siquiera se lo planteaba. Cuando supo que se había separado creyó oportuno esperar a que ella se recompusiera para no ser usado como bote salvavidas. Un año resultaba un tiempo considerable. Sin embargo, Sergio seguía sin atreverse a dar el paso. Por eso se había inventado aquel juego en el que andaban enredados.
Todo empezó con una nota anónima que ella descubrió en su mesa un lunes como el de hoy. Estaba escrita a mano y la caligrafía no era la de nadie que ella pudiera conocer. Sergio invitaba todas las mañanas a desayunar al mendigo de la zona. Por sus padres sabía, que había sido un reputado profesor de filosofía, al que se le había ido la pinza al fallecer su esposa. Él era el que le escribía las notas. Sergio le explicaba el mensaje mientras el profesor se metía entre pecho y espalda un bocata de jamón serrano. Después del café con leche y del zumo de naranja, pasaba al baño, se quitaba la mugre de las manos, agarraba la pluma que Sergio había comprado en exclusiva para aquellos juegos, y empezaba a deslizarla como un poseso por el papel reciclado. Sergio nunca la leía, formaba parte del juego confiar plenamente en la buena voluntad y el buen hacer del reputado filósofo, convertido en ser marginal por propia elección. Sergio se conformaba con ver a la mujer ruborizarse, abrir los ojos, llevarse la mano al pecho, pasar sus dedos pausadamente por aquel mechón que dejaba que le acariciara el pómulo izquierdo. Con todo eso el hombre era feliz. La mujer, cada día que pasaba estaba más guapa. No es que fuera especialmente bella, pero desde que recibía las notas es como si florecieran Iris de sus ojos cansados. Tras leerlas, esos ojos casi diminutos parecían alcanzar el doble de su tamaño. Entonces Sergio sonreía. Hoy por hoy, el único objetivo en su vida era iluminar la mirada de la mujer a la que amaba en secreto. Él intentaba poner fecha para concluir aquella farsa. Trataba de infundirse valor para acercarse a la mujer, o mandarle un wasap, o llamarla por teléfono desde su mesa para invitarla a comer, o a cenar, o a tomarse un té. Pero lo que empezó como un juego de conquista, se había convertido en una vida paralela a la que le resultaba muy difícil renunciar. No por él, por ella. Ella era cada día más feliz. Él no, él empezaba a sentir celos de aquel ser inexistente al que le estaba dando vida. Podría decirse que ya estaba vivo. Y cada día, con cada carta, Sergio se sentía más lejano de sí mismo, más cercano a aquel ser invisible e inexistente. Se sentía inferior a él. No se sentía capaz de enfrentarse cara a cara con la mujer. No encontraría las palabras adecuadas para declararle su amor, ni siquiera para tener una conversación vulgar, porque no podría hablarle de otra cosa que no fuera ella o aquel personaje nacido de su mente y ejecutado por el profesor.
La mujer era cada día más feliz. El profesor estaba cada día más rellenito. Sergio parecía cada día más desdibujado.
Entre cuerpos juveniles, agarrado a la barra del techo y entre los zarandeos de los frenazos del guagüero, Sergio tomó una decisión. Hoy sería el día. No acudiría a la cafetería antes de subir al despacho. ¡Qué se buscara la vida el filósofo de pacotilla! De camino al bufete, decidió desviarse hasta la Avenida, necesitaba ver el mar. Hoy se lo diría. Necesitaba coger fuerzas del Azul. No creía en sí mismo, pero ya no importaba. Temía deshacer el juego y que la mujer sufriera, pero no podía mantener más el cuerpo casi orondo del mendigo. Sí, debía reconocerlo, sentía celos. Sentía celos porque lo veía deslizar la pluma como un poseso, como su cara se iba transformando, como el amor terminaba por traslucirse en su mirada. Y era su amada, y eran sus emociones las que él pasaba al papel. Y lo que empezó como un juego para conquistarla se había convertido en una historia de amor paralela. Quería recuperar las riendas. Sentía la necesidad de poner las cartas sobre la mesa por mucho miedo al fracaso que sintiera.
Por eso se acercó al mar. Por eso se le hizo tarde y debía regresar. Por eso se atrevió a cruzar la Avenida Marítima sin pasar por el paso de peatones. Por eso estrellaron su cuerpo contra la palmera.