Tu piel es la que me atrapa, la única capaz de reflejar lo que eres; lo que soy.
Llegaste a mí aunque ya estabas, aunque siempre estuviste.
Llegaste de forma inesperada, sin pretenderlo, sin pretensiones.
Llegaste sin que nadie lo buscara o lo quisiera.
Llegaste sin avisar, sin nada que ofrecer, sin pedir nada.
A cambio hallamos instantes, sensaciones, plenitud, felicidad, sosiego.
Es la vida la que nos lleva, la que va marcando inexorablemente nuestro destino.
Es bueno saber lo que queremos y lo que no. Tener trazada una meta anhelada. Pero si vivimos en sintonía con lo que somos (nuestro universo en miniatura), con nuestra familia (nuestro pequeño universo) y con nuestro mundo (ese universo infinito que nos ofrece tanto a cada paso), no podemos negar la evidencia: lo inevitable. Si huimos de nuestro sentir jamás seremos felices aunque tengamos clara la meta que queremos alcanzar. Nos quedaremos solos, amargados.
No es el momento establecido. No es el momento de contratos ni ataduras. Es sencillamente el momento. Ahora es el presente recibido. Atrás quedó el pasado. Delante un futuro incierto. Ahora es lo único que existe. El resto son recuerdos y deseos, no es la realidad. Ahora es el momento de la felicidad y la paz.
Somos seres libres por naturaleza, no importa el sendero que tomemos; seres curiosos y juguetones. La atracción de nuestras pieles es inevitable. La atracción de nuestras almas la sentimos al mirarnos a los ojos; al mirarnos al espejo sin tapujos ni convenciones. La atracción de lo que somos la provocó la luna que imanta este mar que es la vida en la que vivimos. Esta vida que te ofrece todo lo que seas capaz de recibir con la palma de las manos hacia arriba. Hacia adelante, hacia el cielo. Abierta a darlo todo y a recibirlo todo. Confiados en que todo es para bien (lo malo para enseñarnos, lo bueno para seguir teniendo fe). Todo está bien. Todo estará bien. Elijas lo que elijas. Tomes el camino que desees tomar o el rumbo que decidas. Solo desde la libertad, y con libertad, puedo abrazarte. Jamás cortaré tus alas como tampoco permitiré que pongas plomo a las mías. Jamás pondré piedras en tu camino ni permitiré que cargues mi mochila, mucho menos que le añadas peso. Jamás juzgaré tus actos, sean para mí equivocados o dolorosos. Solo pueden afectarme mis pensamientos: esa es mi lucha.
Mi mirada es limpia, capaz de ver más allá de corazas, de máscaras, de dobles intenciones. ¿Confío demasiado? Sí y no. Confío en que soy capaz de lo que me proponga contando con los límites de la física. Confío en el ser humano. Sigo creyendo que somos buenos por naturaleza. Es la infancia vivida la que nos marca; nuestra familia primera, buena o mala, también somos capaces de sanarnos de ella. Son las circunstancias vividas, nuestra capacidad e interés por aprender, nuestra educación y nuestra cultura la que nos hace pensar (y por lo tanto actuar) de una u otra manera. Lo mejor del ser humano es que es capaz de rehacerse a diario. Capaz de luchar contra lo vivido y lo mamado para poder superarse y convertirse en la mejor versión de sí mismo. Creo en la humanidad. Sí, creo. Creo que cualquiera puede ser buena persona si lo desea, si tiene el propósito, si tiene la mente abierta y desea crecer sin importar la edad que dicte su carnet de identidad.
Suelen juzgarme por ser como una niña. Pues que sepan que pretendo seguir siéndolo con los más de cien años que pretendo vivir. La infancia es la inocencia, la curiosidad, el disfrute, la bondad, la generosidad. También el egoísmo, justo el necesario para mantener nuestra autoestima a flote.
No, no soy ninguna niña. Soy una mujer adulta en el mejor momento de su vida. Una mujer a la que las vicisitudes de la vida la han conducido a luchar a diario por dormir en paz, por procurar no hacer a nadie lo que no le gusta que le hagan, por dar sin límites permitiendo así que la vida le regale sin límites.
Soy una mujer:
Fuerte y vulnerable.
Libre y hogareña.
Alegre y melancólica.
Calmada y activa.
Luchadora, siempre luchadora.
Resiliente, capaz de reponerme de las caídas cada vez a mayor velocidad.
Una mujer que sabe que solo si se deja la pueden dañar, que ha aprendido a huir de lo que la desequilibra, que busca la paz en la orilla, en las montañas, en el aire puro, en las estrellas. Que se sabe naturaleza cálida, volcán, mar en calma, mar bravo, gaviota, lagarto, sirena, hada, mirlo, delfín y anémona.
Soy lo que quiero ser. Estoy donde quiero estar. Lucho cada día para lograr ser la mejor versión de mí misma. Trato de rodearme solo de los que saben verme, de los que me permiten ser quien soy, sin juzgarme; de los que me tienden la mano generosa sin pretender nada a cambio; de los que se permiten cuidar por esta alma cuidadora.
Fui una niña anciana, una adolescente adulta, una joven joven, una adulta joven y ahora soy una adulta niña. Soy lo que siempre he sido. Soy lo que soy. Soy, sin más.
Me permito ser quien soy, guste o no. Tratando de no dañar pero asumiendo que la libertad, la transparencia y la bondad insultan al esclavo de sí mismo, al que no se atreve a salir de sus abismos y al que tiene inundados sus pensamientos de juicios gratuitos o malas intenciones.
No quiero a mi lado a quien no me de paz. Huiré del que no alcance a entender y a aceptar mi verdadera esencia. Del que solo pretende que me ajuste a sus moldes. Yo no entro en ningún molde porque soy acuática, porque soy agua: inasible, transparente, inquieta, dadora de vida, en movimiento constante y rítmico, que fluye.
Eso es lo que soy: manantial, volcán, mar, gaviota, gacela, mirlo, lagarto y roca. Eso es lo que hay en el reflejo del espejo. Solo eso: pura sangre, vida pura.
Dedicado a todo aquel que lucha cada día por ser la mejor versión de sí mismo.