Vida de escritora


20140329_141728Rara vez se sentaba a escribir.

Escribía al pasear, al nadar, al amar.

Escribía en los senderos, en los mares, en las cuevas.

Escribía en los conciertos, en las verbenas, en las romerías.

Escribía con el rumor del oleaje, con el canto de los grillos, con la caricia del viento entre las ramas de los cedros.

Escribía con el frescor de los tréboles, con el rojo del sol entre las nubes, con el olor a tierra húmeda.

Escribía con la suavidad de la arena, con el ardor de la nieve, con la ingravidez de la lluvia.

Escribía al abrazar un eucalipto, al palpar una roca, al sumergir su cabellera en un río.

Escribía al respirar el brillo de las estrellas, al desplegar sus brazos a los alisios, al dar un paso tras otro paso.

Escribía al sonreírle a un niño, al acariciar el pelo de un anciano, al agarrar la mano a un enfermo.

Escribía al cantarle a las penas, al llorarle a las tempestades, al reírle a la vida.

Escribía al escuchar al amigo, al desear al amante, al sostener al hermano.

Escribía al ver el tiempo pasar por la ventana del avión, del barco, del tren.

Escribía al leer a Cortázar, a Bolaño, a Galdós, a Kundera, a Mishima, a Borges, a Calvino.

Escribía al saltar, al escalar, al correr.

Escribía, escribía, escribía.

No se sentaba a escribir.

Escribía.

Siempre.

Escribía.

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