Su verdadero reino era la libertad.

Demasiado fuerte, emprendedora, deportista e inteligente. Nunca renunció a su esencia: Gaviota, Niña de la Navidad. La casaron y recluyeron en un castillo frío y oscuro. Salía por la puerta trasera con su capa negra, sola. Visitaba huérfanos, enfermos, locos. Alma cándida, juguetona, amante de la belleza de los bosques y de la paz de los animales.

Decían que practicaba deporte para mantenerse delgada. Que estaba trastornada porque hacía volar aves exóticas, porque dormía con perros, porque cuidaba de la yegua de parto. Que estaba loca porque tenía una habitación con fotos de actrices, por cubrir su cara con un pañuelo. Que era narcisista, hedonista.

Decían, decían, decían.

Era odiada, envidiada, enjaulada por los que no sabían amar, por los que no eran generosos, por los que no eran libres.

Era amada por el pueblo.

Sufrió de dolor mortal por su aventurero padre, por su querido hijo, por su esposo amantísimo, por su primo el Águila: compañero de montaña y lecturas.

Clavaron el estilete en su pecho. Subió al barco digna; no quería que apresaran al chico víctima de su locura, o marioneta de alguna confabulación política. Se dejó abrazar por la Dama Blanca: resignada, en paz. Se dirigía hacia el amor de los suyos. Por fin estaría fuera del alcance de las miradas reprobadoras y los comentarios maliciosos.

Sería libre en plenitud.

Quería que la inhumaran y esparcieran sus cenizas en el Mediterráneo: ese mar cálido, que unía ciudades y almas con un hilo acuático. La venganza del Hombre de Palacio (su suegra), fue anclar por fin su libertad cuando ya no podía resistirse: un pomposo funeral y un entierro en el Panteón. Lejos de sus paisajes amados. Lejos del horizonte marino.

La peor venganza: Gaviota alejada del mar para la eternidad.