En apariencia, era ligera y frágil como un cisne.
En su interior, la fuerza de la música la empujó a pelear por sus sueños.
Tal vez empleara toda su energía en hacerse un hueco en el mundo de la danza. En una profesión acostumbrada hasta entonces a bailarinas atléticas, contra todo pronóstico, su gracilidad la llevó a convertirse en bailarina principal.
El día del estreno, Anna, Anuska para los amigos, sintió que todo le daba vueltas, dejó de notar los brazos y las piernas, un sudor frío resbaló por los lados de su cara. Buscó en el tocador un pasador de pelo, con él se arrancó los ojos, con él se perforó los tímpanos. Un simple pánico escénico no acabaría con su carrera.
Tenía la melodía grabada en cada célula de su cuerpo; podría bailar al son de su música interior. Había aprendido a ser su propio reloj; controlaba la hora exacta a la que se subiría el telón. A tientas, de recuerdos, se situó en el centro del escenario. Con el tutú blanco moteado de púrpura, esperó paciente el comienzo de La Muerte del cisne.