Las veía subir cada tarde al almogarén. Algunas venían de la costa de mariscar, otras subían cargaditas de dátiles desde el valle, algunas traían de los llanos leche de cabra. El mundo giraba entorno a ellas. Cuando el sol amenazaba con dejarnos húmedos y a la intemperie, ellas reinaban en la oscuridad de las cuevas. Con los últimos rayos naranjas, ofrecían a los dioses la recolecta diaria y elegían al compañero que esa noche les daría calor.
Nada de lo que ocurría arriba podía verlo yo, claro está, en mi inmovilidad vegetal solo lo intuía e imaginaba.
Muchos soles se han escondido y han salido desde entonces. Ahora suben excursionistas, siempre alguno, al pasar a mi lado, señala mi longevidad. También hablan de ellas, de las vestales canarias, de las matriarcas aborígenes; de las maguadas.
Todavía hoy, alguna senderista curiosa, refleja en su mirada la misma llama de sabiduría ancestral.
Trabajo del taller en clase. En quince minutos, con no más de 155 palabras, escribir desde el punto de vista de un Almácigo centenario. No corregir.