Hace dos años y medio revolucioné mi vida, rompí con la vida que no quería vivir. No fue nada fácil, había muchas cosas en ella que amaba: arropar a mis hijas cada noche, nuestras tertulias confidenciales en el baño que compartíamos, verlas cada día. Eso fue lo más difícil de encajar. Rompí con veinte años de matrimonio porque ya estaba roto, a pesar de querernos, de que pensara que era el hombre con el que siempre había soñado estar. Pero nuestra relación no era nada sana, no supimos hacerlo, no evolucionamos a la par: él no era feliz, ni yo, y no les estábamos dando a nuestras hijas la familia que merecían. Lo dejé por amor. Amor a ese hombre que hacía tiempo que quería volar. Amor hacia mí misma que volaba a ratos pero volvía bajo su ala por miedo, por seguridad, por necesidad camuflada de muchas cosas. Amor hacia mis hijas: no quería un hogar triste, huraño, desajustado; no quería que pensaran que uno no es libre siempre y que si no es plenamente feliz donde está debe romper por difícil que sea. Y fue la decisión más difícil que he tomado en mi vida. Los miedos (a la soledad, a equivocarte, a estar arruinando tu vida y la de tus seres más queridos: miedo al cambio, en definitiva) te paralizan. Siempre dije que lo hice por mis hijas y por mi madre. Porque mis hijas sepan que se puede salir adelante sola, por hacer justicia a mi madre (mujer vitalista y luchadora pero hija de la época que le tocó vivir).
Con el tiempo ese hombre que me acompañó durante veinte años de mi vida y al que elegí como padre de mis hijas con muy buen criterio, me agradeció que tuviera la valentía de hacer lo que no se atrevía.
No fue fácil. Trato de poner buena cara a la vida porque está llena de cosas hermosas, trato de que los que me quieren sufran por mí lo menos posible. Y todos me veían saltar, brincar, viajar, salir, entrar. Y todos lo veían a él mal y yo decía estar, por fin, viviendo la vida que quería vivir. Pero ninguna de las dos cosas era cierta. Yo sufría lo indecible la semana que estaba sin mis hijas (mis dos prolongaciones, como las llamaba). Yo, desde los 16 años encadené una relación con otra y no aprendí a vivir sola. Huía de mi realidad: no quería estar en mi casa, no quería parar, no quería estar sola (nos creemos que la soledad es la inexistencia cuando en realidad es el único modo de conectar con nosotros). Perdí «amistades» que no comprendieron, que decidieron ponerse de un bando, como si dos personas que se han amado y que tienen lo mejor de sus vidas (aquello por lo que tanto han luchado) en común, pudieran estar enfrentados. Del amor al odio hay un paso pero no cuando la separación se hace desde el amor. No puedo odiar al que pensé que era el hombre de mi vida (falacia: la mujer de mi vida soy yo; antes lo decía pero no lo llegaba a sentir así), al padre de mis hijas, al que (con errores por ambas partes) creció conmigo durante veinte años (¡pasamos juntos tantas cosas!), jamás le he odiado. Claro que existen fricciones. Claro que tienes que romper con muchos lazos. Claro que hay desencuentros (si los hay en la pareja es normal que los haya con quién ya de repente no lo es). Pero odio jamás.
Y volví a equivocarme. Creía estar viviendo conscientemente pero no lo hacía. Sin querer queriendo me metí en una no relación que luego fue relación (aunque él lo negara o afirmara según a quién) y que finalmente descubrí que había sido un gran engaño siempre. Eso es lo de menos ahora porque al fin pude salir de aquella nueva cárcel en la que me metí. Por una vez supe lo que era la MENTIRA. Pero también me sirvió, claro. Para analizar qué me llevó a ese punto de inconsciencia temeraria, cómo fui capaz de no querer ver lo evidente. Porque me hacía la ciega, porque necesitaba creerle, porque me conformaba. Y obviaba lo malo, y no atendía a mi intuición que tantas veces me hizo escapar de su lado. Pero volvía reiteradamente a su lado, porque quería creerle, porque me quedaba con lo bueno, porque desconfié de mí misma, porque no atendí a lo que realmente quería: porque no amaba, necesitaba, no compartía, llenaba vacíos.
Y volví a romper, esta vez de forma absolutamente definitiva porque abusó de mi confianza, se aprovechó de mis circunstancias, utilizó el poder sobre mi vida que le otorgué. No es que no le perdone, no se trata de perdón, me produce lástima un ser tan primitivo. No es rencor, simplemente no quiero saber más de él, con lo que sé tengo de sobra.
Y de nuevo empezaron a aparecer otras personas, muchas personas. Y la inercia me hizo equivocarme, pero esta vez solo en mi mente. La vida, o mi actitud ante ella, me regaló gente honesta por el camino. Maestros que sutilmente me ponían un espejo que me cuestionaba a mí misma.
Y aquí estoy. Sola y feliz, por fin.