Desde que cambió de vida parecía feliz, liberada, hedonista. Se imponía la mejor sonrisa de dentífrico y jamás mostraba insatisfacción o amargura. Nunca confesaría la crueldad de la soledad que la poseía cada noche; se sentía aniquilada por carecer de un abrazo o de una palabra que la envolviera en sueños de ternura. Eso sí, a las once, todas las noches, acudía a la lavandería con mucha ropa de cama. A esa hora no aparecían miradas indiscretas. Dejaba la ropa a un lado, siempre limpia porque ya nadie la usaba, se sacaba del escote el libro de Las mil y una noches y se zambullía en la lavadora industrial; navegando en el universo imaginado. Solo asomaban los zapatos de tacón rojos que él tanto había besado, con el que la penetraba con violencia y que ella le había clavado en la sien la última noche. Los dejaba a la vista para que si él, aunque fuera por error, se atrevía a volver del infierno, recordara el camino de regreso.