En condiciones normales dormía como una bendita. Solo cuando su vida necesitaba cambios profundos se despertaba, sin piedad, a las cuatro de la mañana.
Esta vez sintió un frío intenso, que si no movía sus extremidades se hundiría. El techo se había transformado en una cúpula infinita y la luna se bañaba en el horizonte. Había desaparecido la seguridad del edredón y el calor de las paredes celestes dejó de acompañarla.
No tuvo miedo; se dejó llevar.