Me gusta despertarme aún de noche cuando no tengo obligación de levantarme. Me gusta no tener cerca reloj que me indique la hora, salir a la terraza a esperar amanecer, mezclarme con el anuncio lejano de los gallos y los primeros trinos. Me gusta ver como el día comienza a desperezarse mientras tomo un café, caliento mis manos con un té o me sumerjo en la frescura del zumo de naranja. Me gusta despertarme sabiendo que el día será largo pero que estas primeras horas serán mías y del silencio solo roto por la vida que se abre paso tras la muerte de la noche. Todo es posible antes de que se inicie el día. Aún se pueden permitir las neuronas desperezarse sin obligaciones, sin que la vida nos someta para hacerlas trabajar antes de tiempo, dejarlas jugar mientras leen y buscan historias o recuerdos en el duermevela de la noche que desaparece lenta hasta que vuelva a engullirlo todo tras unas horas.
Me gusta seguir el ritmo de la naturaleza yendo a su favor, sin imponerle la contracorriente de las obligaciones diarias. Me gusta disponer de tiempo para bailar todavía entre la realidad del sueño y la ficción de las horas que acontecerán.
El día se vuelve más luminoso cuando nos adelantamos a su nacimiento.
